sábado, 31 de julio de 2010

viernes, 30 de julio de 2010

Mañana en la batalla piensa en mí, Javier Marías




Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere —si tiene tiempo de darse cuenta— les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa. Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón en la ducha —la nuca— y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte, quizá un extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista; o comiendo pescado y atravesado por una espina, morir atragantado como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos; morir a medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo; por no mencionar los momentos más innobles de la existencia, los más recónditos, de los que nunca se habla fuera de la adolescencia porque fuera de ella no hay pretexto, aunque también hay quienes los airean por hacer una gracia que jamás tiene gracia. Pero esa es una muerte horrible, se dice de algunas muertes; pero esa es una muerte ridicula, se dice también, entre carcajadas. Las carcajadas vienen porque se habla de un enemigo por fin extinto o de alguien remoto, alguien que nos hizo afrenta o que habita en el pasado desde hace mucho, un emperador romano, un tatarabuelo, o bien alguien poderoso en cuya muerte grotesca se ve sólo la justicia aún vital, aún humana, que en el fondo desearíamos para todo el mundo, incluidos nosotros. Cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. A veces basta para la hilaridad que el muerto sea alguien desconocido, de cuya desgracia inevitablemente risible leemos en los periódicos, pobrecillo, se dice entre risas, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, las historias todas que se cuentan o leen o escuchan percibidas como teatro, hay siempre un grado de irrealidad en aquello de lo que nos enteran, como si nada pasara nunca del todo, ni siquiera lo que nos pasa y no olvidamos. Ni siquiera lo que no olvidamos.  

lunes, 26 de julio de 2010

El último poema, Manuel Bandeira




Así querría yo mi último poema:
que fuese tierno diciendo las cosas más sencillas y menos intencionales,
que fuese ardiente como un sollozo sin lágrimas,
que tuviese la belleza de las flores casi sin perfume,
la pureza de la llama en que se consumen los diamantes más límpidos,
la pasión de los suicidas que se matan sin explicación.

sábado, 24 de julio de 2010

China Roses, Enya

Confesiones de un inglés comedor de opio, Thomas de Quincey




Al lector

Te ofrezco, amable lector, el relato de una época notable de mi vida; confío en que, vista la aplicación que le doy, será no sólo un relato interesante sino también útil e instructivo en grado considerable. Con esa esperanza lo he redactado y esa será mi disculpa por romper la reserva delicada y honorable que, por lo general, nos impide mostrar en público los propios errores y debilidades. Nada en verdad más repugnante a los sentimientos ingleses que el espectáculo de un ser humano que impone a nuestra atención sus úlceras o llagas morales y arranca el «decoroso manto» con que las han cubierto el tiempo o la indulgencia ante las flaquezas humanas; a ello se debe que la mayoría de nuestras confesiones (me refiero a las confesiones espontáneas y extrajudiciales) procedan de gentes de dudosa reputación, picaros o aventureros, y que para encontrar tales actos de gratuita humillación de sí mismo en quienes cabría suponer de acuerdo con el sector decente y respetable de la sociedad tengamos que acudir a la literatura francesa o a esa parte de la alemana contaminada por la sensibilidad espúrea y deficiente de los franceses. Tan firmemente lo creo, tanto me inquieta la posibilidad de que se me reprochen esas tendencias, que durante varios meses he dudado si convenía que ésta o cualquier otra parte de mi narración llegase a ojos del público antes de mi muerte (después de la cual, por muchas razones, se publicará en su integridad), y, si en última instancia he acabado por tomar una decisión, no fue sin antes sopesar ansiosamente los argumentos en pro y en contra de ella.

...y aquí unos párrafos que se resisten al olvido...

Entre las muchas penas que todos encontramos en la vida ésta ha sido mi más honda aflicción.
Si vive no hay duda que a veces nos hemos buscado en el mismo instante a través de los poderosos laberintos de Londres; tal vez hemos estado a pocos pasos uno del otro; ¡no es más ancha la barrera en una calle de Londres y muchas veces equivale a la separación por toda la eternidad!
Durante años tuve esperanza de que viviera y supongo que, en el sentido literal y no retórico de la palabra miríada, puedo decir que en mis distintas visitas a Londres he mirado muchas miríadas de rostros de mujeres con la esperanza de encontrarla. La reconocería entre mil con sólo verla un instante pues, aunque no era hermosa, tenía una expresión de dulzura y un gracioso porte de cabeza que le era propio.
La busqué, he dicho, con esperanza. Así fue durante años pero ahora tendría miedo de verla: y su tos, que me entristeció al separarme de ella, es ahora mi consuelo.

...

Así pues, calle Oxford, ¡madrastra de corazón de piedra! Tú que escuchaste los suspiros de los huérfanos y bebiste las lágrimas de los niños, al cabo fui despedido de tu presencia, llegó por fin el momento en que no volvería a recorrer lleno de angustia tus aceras interminables, en que ya no soñaría ni me despertaría otra vez en el cautiverio de los tormentos del hambre.
Sin duda, Ann y yo tuvimos demasiados sucesores que desde entonces marcharon sobre nuestras huellas, herederos de nuestras calamidades: otros huérfanos que no eran Ann suspiraron, otros niños vertieron lágrimas, y tú, calle Oxford, resonaste desde entonces con los gemidos de innumerables corazones. Pero en mi caso se diría que la tempestad a que sobreviví trajo consigo una promesa de buen tiempo y que con mis sufrimientos prematuros pagué por adelantado el rescate de muchos años por venir y el precio de una larga inmunidad al dolor, y si volví a caminar por la calle de Oxford, solitario, contemplativo, fue casi siempre sereno y con el corazón en calma. Y aunque es cierto que las desgracias de mi noviciado de Londres se arraigaron tan hondamente en mi constitución física que más tarde brotaron y florecieron otra vez, follaje nocivo cuya sombra oscureció mi vida, estos segundos asaltos del sufrimiento encontraron una fortaleza más probada, los recursos de una inteligencia más madura y los paliativos de un afecto compadecido, hondo y tiernísimo.

jueves, 22 de julio de 2010

Cartas a un joven poeta, Rainer María Rilke





Viareggio, cerca de Pisa (Italia),
a 5 de abril de 1903


Ha de perdonarme, distinguido y estimado señor, que haya tardado hasta hoy para recordar con gratitud su carta del 24 de febrero. Durante todo este tiempo me encontré bastante mal. No precisamente enfermo, pero sí abatido y presa de una postración de carácter gripal, que me inhabilitaba para todo. Finalmente, al ver que ni por asomo llegaba a operarse ningún cambio en mi estado, acabé por acudir a orillas de este mar meridional, cuya acción bienhechora ya me fue de algún alivio en otra ocasión. Pero aun no estoy restablecido. Todavía me cuesta escribir. Así, pues, tendrá usted que acoger estas pocas líneas en lugar de muchas más.

Sepa, desde luego, que me causará siempre alegría con cada una de sus cartas. Sólo habrá de ser indulgente con mis respuestas, que quizás lo dejen a menudo sin nada entre las manos. Y es que en realidad, sobre todo ante las cosas más hondas y más importantes, nos hallamos en medio de una soledad sin nombre. Para poder aconsejar y, más aun, para poder ayudar a otro ser, deben ocurrir y lograrse muchas cosas. Y para que se llegue a acertar una sola vez, debe darse toda una constelación de circunstancias propicias.

Sólo dos cosas más querría decirle hoy:

En primer lugar, algo acerca de la ironía. No se deje dominar por ella, y menos que en cualquier otra ocasión, en los momentos de esterilidad. En los que sean fecundos, procure aprovecharla como un medio más para comprender la vida. Empleada con pureza, también la ironía es pura, y no hay por qué avergonzarse de ella. Pero si usted siente que le es ya demasiado familiar y teme su creciente intimidad, vuélvase entonces hacia grandes y serios asuntos, ante los cuales ella quedará siempre pequeña y desamparada. Busque la profundidad de las cosas: hasta allí nunca logra descender la ironía... Y cuando la haya llevado así al borde de lo sublime, averigüe al mismo tiempo si ese modo de entender la vida brota de una necesidad propia y esencial. Pues entonces, bajo el influjo de las cosas serias, acabará por desprenderse de usted -si es algo meramente accidental-; o bien -si es que realmente le pertenece como algo innato- cobrará fuerza, y se convertirá en un instrumento serio para incluirse entre los medios con que usted habrá de plasmar su arte.

Lo otro que yo quería decirle es esto: De todos mis libros, muy pocos me son imprescindibles. En rigor, sólo dos están siempre entre mis cosas, dondequiera que yo me halle. También aquí los tengo conmigo: la Bibliay las obras del poeta danés Jens Peter Jacobsen. Se me ocurre pensar si usted las conoce. Puede adquirirlas fácilmente, ya que algunas de ellas han sido publicadas -muy bien traducidas por cierto- en la "Biblioteca Universal" de las "Ediciones Reclam". Procúrese los Seis cuentos de J. P. Jacobsen así como su novela Niels Lyhne, y empiece por leer, en el primer librito, el primer cuento, que lleva por título "Mogens": Le sobrecogerá un mundo; la dicha, la riqueza, la inconcebible grandiosidad de todo un mundo. Permanezca y viva por algún tiempo en estos libros, y aprenda de ellos cuanto le parezca digno de ser aprendido. Ante todo, ámelos: su cariño le será pagado miles y miles de veces. Y, cualquiera que pueda llegar a ser más adelante el rumbo de su vida, estoy seguro de que ese amor cruzará siempre la urdimbre de su existencia, como uno de los hilos más importantes en la trama de sus experiencias, de sus desengaños y de sus alegrías.

Si yo he de decirle quien me enseñó algo acerca del crear, de su esencia, de su profundidad y de cuanto en él hay de eterno, sólo puedo citar dos nombres: el del grande, muy grande Jacobsen [2] y el de Auguste Rodin [3], el escultor sin par entre todos los artistas que viven en la actualidad.

¡Que siempre le salga todo bien en sus caminos!

Su
Rainer Maria Rilke

martes, 20 de julio de 2010

El ángel de lo singular, Edgar Poe


Este es un pequeño homenaje a este autor que me acompañó
en mi juventud y es de los que uno acaba considerando amigos.


Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino y liqueur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente un periódico cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la columna de «casas de alquiler», la de «perros perdidos» y las dos de «esposas y aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios.
Me disponía a arrojar disgustado

Este infolio de cuatro páginas, feliz obra
Que ni siquiera los poetas critican
,

cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:
«Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un periódico londinense se ocupa del singular fallecimiento de un individuo. Jugaba éste a “soplar el dardo”, juego que consiste en clavar en un blanco una larga aguja que sobresale de una pelota de lana, todo lo cual se arroja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la aguja en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspirar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió por la garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole la muerte en pocos días.»
Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por qué.
—Este artículo —exclamé— es una despreciable mentira, un triste engaño, la hez de las invenciones de un escritorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronista de aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la extravagante credulidad de nuestra época, aplican su ingenio a fabricar imposibilidades probables... accidentes extraños, como ellos los denominan. Pero una inteligencia reflexiva («como la mía», pensé entre paréntesis apoyándome el índice en la nariz), un entendimiento contemplativo como el que poseo, advierte de inmediato que el maravilloso incremento que han tenido recientemente dichos «accidentes extraños» es en sí el más extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna apariencia «singular».
—¡Tios mío, qué estúpido es usted, ferdaderamente! —pronunció una de las más notables voces que jamás haya escuchado.
En el primer momento creí que me zumbaban los oídos (como suele suceder cuando se está muy borracho), pero pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se asemejaba al que sale de un barril vacío si se lo golpea con un garrote; y hubiera terminado por creerlo de no haber sido porque el sonido contenía silabas y palabras. Por lo general, no soy muy nervioso, y los pocos vasos de Laffitte que había saboreado sirvieron para darme aún más coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los pasee por la habitación en busca del intruso. No vi a nadie.
—¡Humf! —continuó la voz, mientras seguía yo mirando—. ¡Debe de estar más borracho que un cerdo, si no me ve sentado a su lado!
Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de dar alguna descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecían servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo estaba formada por una especie de cantimplora como las que se usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos) se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un lenguaje inteligible.
—Digo —repitió— que debe de estar más borracho que un cerdo para no verme sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que está impreso en el diario. Es la ferdad... toda la ferdad... cada palabra.
—¿Quién es usted, si puede saberse? —pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto perplejo—. ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Y qué significan sus palabras?
—Cómo he entrado aquí no es asunto suyo —replicó la figura—; en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo que me da la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa quién soy.
—Usted no es más que un vagabundo borracho —dije—. Voy a llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
—¡Ja, ja! —rió el individuo—. ¡Ju, ju, ju! ¡Imposible que haga eso! —¿Imposible? —pregunté—. ¿Qué quiere decir? —Toque la gambanilla —me desafió, esbozando una risita socarrona con su extraña y condenada boca.
Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza, pero entonces el miserable se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del cráneo con el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual acababa de incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no supe qué hacer. Entretanto, él seguía con su chachara.
—¿Ha visto? Es mejor que se quede quieto. Y ahora sabrá quién soy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo soy el Ángel de lo Singular.
—¡Vaya si es singular! —me aventuré a replicar—. Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía alas.
—¡Alas! —gritó, furibundo—. ¿Y bara qué quiero las alas? ¿Me doma usted por un bollo? —¡Oh» no, ciertamente! —me apresuré a decir muy alarmado—.
¡No, no tiene usted nada de pollo!
—Pueno, entonces quédese sentado y bórlese pien, o le begaré de nuevo con el buño. El bollo tiene alas, y el púho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Singular.
—¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber...?
—¡Qué me draigo! —profirió aquella cosa—. ¡Bues... qué berfecto maleducado tebe ser usted para breguntarle a un ángel qué se drae!
Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, me apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza del intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la demolición del cristal que protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza confesar que sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los ojos.
—¡Tíos mío! —exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por mi desesperación—. ¡Tios mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber tanto... usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto... así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!
Y, con estas palabras, el Ángel de lo Singular llenó mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con su fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía: «Kirschenwasser».
La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mi oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el genio que presidía sobre los contretemps de la humanidad, y que su misión consistía en provocar los accidentes singulares que asombraban continuamente a los escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi completa incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme la boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente, mientras yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de uva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta era desdeñosa para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos, prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo en Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.
Su partida fue un gran alivio para mí. Los poquísimos vasos de Laffitte que había bebido me producían una cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos, como acostumbraba siempre después de comer. A las seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó decidido que los directores de la compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado adormecido para sacar mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos, y como mis siestas habituales no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo y me acomodé para descansar.
Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al despertar comprobé con estupefacción que todavía eran las seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no tardó en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde para la cita.
—No será nada —me dije—. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?
Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado desparramando a capirotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular había aprovechado la rotura del cristal para alojarse —de manera bastante singular— en el orificio de la llave, de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el movimiento del minutero.
—¡Ah, ya veo! —exclamé—. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los que ocurren a veces.
Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar una bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas de la Omnipresencia de la Deidad, me quedé infortunadamente dormido en menos de veinte segundos, dejando la vela encendida.
Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que con las huecas y detestables resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más terrible venganza por el desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga arenga quitándose su gorro-embudo, insertándomelo en el gaznate e inundándome con un océano de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a tiempo para percibir que una rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, pero no a tiempo de impedirle que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más tarde las llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período increíblemente corto el entero edificio fue presa del fuego.
Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala. Descendía por ella rápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo su aire y fisonomía, había algo que me recordaba al Ángel de lo Singular) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la escala. Un segundo después caía yo desde lo alto, con la mala fortuna de quebrarme un brazo.
Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más grave del cabello (totalmente consumido por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual me decidí finalmente a casarme.
Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis promesas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean me había proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos pero así ocurrió. Levánteme con una reluciente calva y sin peluca, mientras ella ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un accidente por cierto imprevisible, pero que la serie natural de los sucesos había provocado.
Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los hados me fueron propicios durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida frecuentada por toda la élite de la ciudad, me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando una partícula de alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente ciego por un momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía al dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo repentino de este accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquier mortal), se me acercó el Ángel de lo Singular, ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para esperar. Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome que me había caído en él una gota, y —sea lo que fuere aquella «gota»— me la extrajo y me procuró alivio.
Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé de mis ropas (dado que bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis designios suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en persecución del villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las circunstancias permitían. Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi propiedad, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.
Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para darme cuenta de la terrible situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis pulmones para llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largo tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír. Entretanto el globo ganaba altura rápidamente, mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez.
Me disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos al oír una profunda voz en lo alto, que parecía estar canturreando un aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba tranquilamente el humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire implorante.
Durante largo rato no dijo nada, aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al otro lado de la boca, condescendió a hablar.
—¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? —preguntó.
A esta demostración de desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una sola palabra: «¡Socorro!»
—¡Socorro! —repitió el malvado—. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella... ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo lleve!
Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.
—¡Déngase con fuerza! —gritó—. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra potella... o brefiere bortarse bien y ser más sensato?
Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la primera negativamente, para indicar que por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato.
Gracias a ello logré que se dulcificara un tanto.
—Entonces... ¿cree por fin? —inquirió—. ¿Cree por fin en la bosipilidad de lo extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
—¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?
Asentí otra vez.
—¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?
Una vez más dije que sí.
—Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal de su entera sumisión al Ángel de lo Singular.
Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término, no disponía de pantalones hasta que encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando...
—¡Fáyase al tiablo, entonces! —rugió el Ángel de lo Singular.
Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del comedor.
Al recobrar los sentidos —pues la caída me había aturdido terriblemente— descubrí que eran las cuatro de la mañana.
Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada, entre los restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo Singular.

domingo, 18 de julio de 2010

En la tienda de la florista, Jacques Prévert




Un hombre entra en la tienda de la florista
y elige flores
la florista envuelve las flores
el hombre se lleva la mano al bolsillo
para buscar el dinero
el dinero para pagar las flores
pero al mismo tiempo se lleva
súbitamente
la mano al corazón
y cae

Al mismo tiempo que cae
el dinero rueda por el suelo
y también las flores caen
al mismo tiempo que el hombre
al mismo tiempo que el dinero
y la florista se queda allí
ante el dinero que rueda
ante las flores que se marchitan
ante el hombre que se muere
sin duda todo es muy triste
es necesario que la florista
haga algo
pero no sabe qué hacer
no sabe
por dónde empezar

Hay tantas cosas por hacer
con ese hombre que se muere
esas flores que se marchitan
y ese dinero
ese dinero que rueda
que no deja de rodar.

miércoles, 14 de julio de 2010

Alla, por las tardes, Teresa Parodi




Allá en mi pueblo la tarde es azul, transparente,
tiene un silencio largo, extendido y sin embargo se escucha todo en detalle.
A veces parece tener sonoridades como de infinitos cristales cayéndose
rozándose rompiéndose por todas partes,
como una llovizna o como una música...

Teresa Parodi


martes, 13 de julio de 2010

Infraganti, Mario Benedetti




Te doy la cana
mundo
cuando girás eterno
nosotros temerarios
afinamos la sombra
gastamos el dolor
sujetamos el cielo
y vos girás
eterno
nosotros insolentes
zurcimos las heridas
y de los arrabales
vamos haciendo centros
y vos girás
eterno
distintos o igualitos
pagamos el rescate
y amamos en desorden
ni flojos ni soberbios
y vos girás
eterno
mientras nos desvivimos
o nos soñamos vivos
te doy la cana
mundo
te quito el mito
abuelo
así como al descuido
vas dejando pedazos
pedacitos de muerte
cuando girás
eterno.

domingo, 11 de julio de 2010

Cartas a la Amada Inmortal, Ludwig van Beethoven –pags. 8, 9 y 10–




Página 8

Si he resuelto
vagar si rumbo
en la distancia, hasta que
Pueda volar a tus brazos
y pueda considerarme
enteramente en casa contigo
y pueda enviar mi alma
abrazada por ti
al reino del espíritu
si, infortunadamente así debe ser – tu
debes dominarte mas
al conocer mi fidelidad
a ti, nunca puede otra
poseer mi corazón,
nunca, nunca – Oh, Dios porqué
tener que separarse uno mismo ,
de lo que uno ama tanto, y así mi
vida en V (Viena) como es ahora es una
vida miserable - Tu
amor me hace el hombre mas feliz
y el mas infeliz
al mismo tiempo – a mi edad debería
tener cierta estable
regularidad en mi vida - puede

Página 9

eso existir en nuestra
relación? -- Ángel, ahora mismo
escucho que el correo
va todos los días
y por lo tanto
debo terminar, de modo que tu
recibirás la C (carta) inmediatamente –
permanece calma, solo a través
de la tranquila contemplación de nuestra
existencia podremos
alcanzar nuestro objetivo
de vivir juntos -
sé paciente – ámame -
hoy – ayer -
Que doloroso anhelo de ti
de ti – de ti -
tu – tu mi

Página 10

amor – mi
todo – adiós –
oh, continua
amándome – nunca
juzgues mal el mas fiel
corazón de tu
amado

L

siempre tuyo

siempre mía
siempre nuestro

Allá lejos y hace tiempo, Erique Hudson -párrafo-




Aquel era un hombre rudo, de aspecto severo, tupida cabellera plateada y ojos grises. Todo un gaucho en su indumentaria y su primitiva forma de vida. Conservaba un poco de tierra y algunos animales, modesto remanente de la estancia de sus antepasados. Se trataba, empero, de un anciano vigoroso que pasaba medio día a caballo cuidando de los animales que le quedaban, su único capital, de los cuales dependía su sustento.
El día de nuestra charla se hallaba de visita en casa. Había salido al campo y se había acercado al lugar donde yo me encontraba trabajando.
Tomando asiento en un banco, me llamó. Me aproximé muy contento, seguro de que tendría alguna novedad interesante acerca de mi tema favorito, las aves. Sin embargo, se quedó callado largo rato, fumando su cigarro y contemplando el cielo como si observara el humo deshaciéndose en el aire. Finalmente rompió el silencio.
Mire, dijo , usted es apenas un jovencito pero puede explicarme algo que yo ignoro. Sus padres leen libros y todos ustedes escuchan sus conversaciones y aprenden cosas. Nosotros somos católicos, ustedes protestantes. Nosotros decimos que ustedes son herejes y que por lo tanto no tienen salvación. Ahora bien: quiero que me cuente cuál es la diferencia entre nuestra religión y la suya.
Le expliqué el asunto lo mejor que pude y agregué no sin cierta malicia - que la principal diferencia residía en el hecho de que la religión católica era una forma corrompida de Cristianismo y la nuestra una forma pura.
Mis palabras no parecieron producir efecto alguno en mi interlocutor.
Siguió fumando impasible, mirando el cielo, como si no me hubiera oído. Al cabo de un rato, volvió a hablar.
Ahora sé. Estas diferencias carecen de importancia para mí y a pesar de mi curiosidad por conocerlas, veo que no vale la pena seguir hablando de ellas. Estoy convencido de que todas las religiones son falsas.
¿Qué quiere decir? ¿Cómo lo sabe? pregunté sorprendido.
Nuestros sacerdotes dicen respondió - que debemos tener fe y vivir una vida religiosa en este mundo para poder salvarnos. Los de ustedes hacen lo mismo. Y como no existe el mundo y nosotros no tenemos alma, todo lo que dicen resulta una mentira. Todo esto que ve continuó, abriendo los brazos para indicar el mundo visible , lo ve usted con sus ojos. Cuando uno los cierra o se queda ciego ya no puede ver nada. Lo mismo ocurre con el cerebro. Pensamos y recordamos, pero cuando el cerebro se corrompe nos olvidamos de todo. Al morir todos esos recuerdos y pensamientos mueren con nosotros. ¿Acaso no tiene el ganado ojos para ver y cerebros para pensar y recordar? Cuando muere a ningún sacerdote se le ocurre decir que tiene alma y que debe ir al purgatorio o dondequiera que se le antoje enviarlo. Ahora, en retribución a su contestación, le he hecho saber algo que usted no sabía.
Me estremecí al escuchar sus palabras. Hasta ese momento yo había creído que el mal de nuestros amigos, los gauchos, era mostrarse demasiado creyente. Pero este hombre, este viejo gaucho bueno y honesto a quien todos respetábamos, no creía en nada. Traté de discutir con él. Le señalé que había dicho algo terrible. Todo el mundo sabía en su corazón que estaba dotado de un alma inmortal y que había que someterse a juicio después de la muerte.
Me había angustiado y asustado. Sin embargo, seguía fumando tranquilamente, Parecía no prestar mayor atención a lo que yo le decía.
Como insistía en guardar silencio, prorrumpí exclamando:
¿Cómo lo sabe? ¿Por qué afirma con tanta seguridad que sabe la verdad?
Al fin se decidió a hablar.
Escúcheme. Yo también fui un muchachito y sé que un chico de catorce años puede comprender las cosas tan bien como un hombre.
Yo fui hijo único de madre viuda. Yo era todo para ella y ella significaba más para mí que cualquier otro ser en este mundo. Estábamos solos los dos y juntos. No teníamos a nadie más. Ella murió. ¿Cómo podría expresar lo que su pérdida representó en mi vida? ¿Cómo podría usted comprender lo que sentí? Después de que se llevaron su cuerpo y lo enterraron, me dije: "No está muerta. Dondequiera que se encuentre, en el cielo, el purgatorio o en el sol, habrá de acordarse de mí. Vendrá para confortarme". Y cuando oscureció y volví a casa solo, me senté en el fondo a esperarla. Pasaron muchas horas. "Va a venir", me decía, ¿Podré verla o no? Tal vez se presente como un murmullo en mi oído, o sienta el contacto de su mano en la mía. Sea como sea, sabré que está conmigo". Cansado de esperar y esperar en vano me fui a la cama, pensando que seguramente vendría al día siguiente. Y así se sucedieron las noches y los días. A veces, subía yo la escalera que estaba siempre apoyada contra la pared. Una vez en el techo, me ponía a contemplar la llanura y los caballos pastando. Pasaba horas sentado o acostado allí arriba llamándola a gritos. "¡Volvé, mamá! ¡Mamita vení! No puedo vivir sin vos. Volvé prontito, antes de que se me parta el corazón de dolor". Así clamaba cada noche, hasta que agotado por la vigilia regresaba a mi habitación. Nunca volvió y al fin me persuadí de que había muerto y de que nuestra separación sería eterna. No había vida después de la muerte.
Su historia me llegó al corazón. Sin decir una palabra me alejé.
Luego logre convencerme de que la pena que sentía por la muerte de su madre lo había trastornado. Todas esas ideas equivocadas que se habían afincado en su mente durante la niñez no habían sufrido ninguna evolución posterior. Así se habían conservado toda la vida.
Con todo, un par de años más tarde el recuerdo de sus palabras volvía a asaltarme. Fue justamente en ese estado de perturbación que leyendo Physiology de George Combe, di con un pasaje en el que el autor trata el tema de la inmortalidad. Combe sostiene que el deseo de inmortalidad no es universal y para fundamentar su afirmación añade que él mismo jamás había experimentado tal anhelo en toda su vida.

sábado, 10 de julio de 2010

Eres tú, Mocedades


Todo tiene su tiempo, Eclestiastés 3



Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz. ¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana? Yo he visto el trabajo que Dios ha dado a los hijos de los hombres para que se ocupen en él. Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin. Yo he conocido que no hay para ellos cosa mejor que alegrarse, y hacer bien en su vida; y también que es don de Dios que todo hombre coma y beba, y goce el bien de toda su labor. He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá; y lo hace Dios, para que delante de él teman los hombres. Aquello que fue, ya es; y lo que ha de ser, fue ya; y Dios restaura lo que pasó.  

miércoles, 7 de julio de 2010

La tregua, Mario Benedetti -párrafo-




Lunes 11 de febrero

Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Debe hacer por lo menos cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de trabajo. Verdaderamente, ¿preciso tanto el ocio? Yo me digo que no, que no es el ocio lo que preciso sino el derecho a trabajar en aquello que quiero. ¿Por ejemplo?
El jardín, quizá. Es bueno como descanso activo para los domingos, para contrarrestar la vida sedentaria y también como secreta defensa contra mi futura y garantizada artritis. Pero me temo que no podría aguantarlo diariamente. La guitarra, tal vez. Creo que me gustaría. Pero debe ser algo desolador empezar a estudiar solfeo a los cuarenta y nueve años. ¿Escribir? Quizá no lo hiciera mal, por lo menos la gente suele disfrutar con mis cartas.
¿Y eso qué? Imagino una notita bibliográfica sobre los atendibles valores de ese novel autor que roza la cincuentena y la mera posibilidad me causa repugnancia. Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con sólo los defectos de la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez. Tuve una prima solterona que cuando hacía un postre lo mostraba a todos, con una sonrisa melancólica y pueril que le había quedado prendida en los labios desde la época en que hacía méritos frente al novio motociclista que después se mató en una de nuestras tantas Curvas de la Muerte. Ella vestía correctamente, en un todo de acuerdo con sus cincuenta y tres; en eso y lo demás era discreta, equilibrada, pero aquella sonrisa reclamaba, en cambio, un acompañamiento de labios frescos, de piel rozagante, de piernas torneadas, de veinte años. Era un gesto patético, sólo eso, un gesto que no llegaba nunca a parecer ridículo, porque en aquel rostro había, además, bondad. Cuántas palabras, sólo para decir que no quiero parecer patético.

lunes, 5 de julio de 2010

Azteca, Gary Jennings -párrafo-




Mi señor.
Perdóneme, mi señor, de que no conozca su formal y digno tratamiento honorífico, pero confío en no ofender a mi señor. Usted es un hombre y jamás ningún hombre entre todos los hombres que he conocido en mi vida se ha resentido por haber sido llamado señor. Así que, mi señor.
O, Su Ilustrísima, ¿no es así?
Ayyo, un tratamiento todavía más esclarecido, lo que nosotros llamaríamos en estas tierras un ahuaquáhuitl, un árbol de gran sombra. Su Ilustrísima, así lo llamaré entonces.
Estoy muy impresionado, Su Ilustrísima, de que un personaje de tan alta eminencia haya llamado a una persona como yo, para hablar en su presencia.
Ah, no, Su Ilustrísima, no se moleste si le parece que le estoy adulando, Su Ilustrísima. Corre el rumor por toda la ciudad, y también sus servidores aquí presentes me lo han manifestado en una forma llana, de cuan augusto es usted como hombre, Su Ilustrísima, mientras que yo no soy otra cosa más que un trapo gastado, una migaja de lo que fui en otro tiempo. Su Ilustrísima está adornado con ricos atavíos, seguro de su conspicua excelencia, y yo, solamente soy yo.
Sin embargo. Su Ilustrísima desea escuchar lo que fui. Esto, también me ha sido explicado. Su Ilustrísima desea saber lo que era mi gente, esta tierra, nuestras vidas en los años, en las gavillas de años, antes de que le pareciera a la Excelencia de su Rey liberarnos con sus cruciferos y sus ballesteros de nuestra esclavitud, a la que nos habían llevado nuestras costumbres bárbaras.
¿Es esto correcto? Entonces lo que me pide Su Ilustrísima está lejos de ser fácil. ¿Cómo en esta pequeña habitación, proviniendo de mi pequeño intelecto, en el pequeño tiempo de los dioses... de Nuestro Señor, que ha permitido preservar mis caminos y mis días... cómo puedo evocar la inmensidad de lo que era nuestro mundo, la variedad de su pueblo, los sucesos de las gavillas tras gavillas de años?
Piense, Su Ilustrísima; imagíneselo como un árbol de gran sombra. Vea en su mente su inmensidad, sus poderosas ramas y los pájaros que habitan entre ellas; el follaje lozano, la luz del sol a través de él, la frescura que deja caer sobre la casa, sobre una familia; la niña y el niño que éramos mi hermana y yo. ¿Podría Su Ilustrísima comprimir ese árbol de gran sombra dentro de una bellota, como la que una vez el padre de Su Ilustrísima empujó entre las piernas de su madre?
Yya, ayya, he desagradado a Su Ilustrísima y consternado a sus escribanos. Perdóneme, Su Ilustrísima. Debí haber supuesto que la copulación privada de los hombres blancos con sus mujeres blancas debe ser diferente, más delicada, de como yo los he visto copular a la fuerza con nuestras mujeres en público, y seguramente la cristiana copulación de la cual fue producto Su Ilustrísima, debió de haber sido aún mucho más delicada que...
 Sí, sí. Su Ilustrísima, desisto.

domingo, 4 de julio de 2010

Sentido y sensibilidad, Jane Austen –Párrafo–




-¿Está en Longstaple la señora Ferrars?
-¡En Longstaple! -replicó él, con aire sorprendido-. No, mi madre está en la ciudad.
-Me refería -dijo Elinor, tomando una de las labores de encima de la mesa- a la señora de Edward Ferrars.
No se atrevió a levantar la vista; pero su madre y Marianne dirigieron sus ojos a él. Edward enrojeció, pareció sentirse perplejo, la miró con aire de duda y, tras
algunas vacilaciones, dijo:
-Quizá se refiera... mi hermano... se refiera a la señora de Robert Ferrars.
-¡La señora de Robert Ferrars! -repitieron Marianne y su madre con un tono de enorme asombro; y aunque Elinor no fue capaz de hablar, también le clavó los ojos con el mismo impaciente desconcierto. El se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana, aparentemente sin saber qué hacer; tomó unas tijeras que se encontraban por allí, y mientras cortaba en pedacitos la funda en que se guardaban, arruinando así ambas cosas, dijo con tono apurado:
-Quizá no lo sepan, no hayan sabido que mi hermano se ha casado recién con... con la menor... con la señorita Lucy Steele.
Sus palabras fueron repetidas con indecible asombro por todas, salvo Elinor, que siguió sentada con la cabeza inclinada sobre su labor, en un estado de agitación tan grande que apenas sabía dónde se encontraba.
-Sí -dijo él-, se casaron la semana pasada y ahora están en Dawlish.
Elinor no pudo seguir sentada. Salió de la habitación casi corriendo, y tan pronto cerró la puerta, estalló en lágrimas de alegría que al comienzo pensó no iban a terminar nunca. Edward, que hasta ese momento había mirado a cualquier parte menos a ella, la vio salir a la carrera y quizá vio -o incluso escuchó- su emoción, pues inmediatamente después se sumió en un estado de ensueño que ninguna observación ni pregunta afectuosa de la señora Dashwood pudo penetrar; finalmente, sin decir palabra, abandonó la habitación y salió hacia la aldea, dejándolas estupefactas y perplejas ante un cambio en las circunstancias tan maravilloso y repentino, entregadas a un desconcierto que sólo podían paliar a través de conjeturas.


viernes, 2 de julio de 2010

Fugáz amigo solitario, Luis




El mundo no te oye querido amigo, yo también me resistí a oírte en un principio.
Se que tus pensamientos nacen de la indignación, pero son sabios, y no creas que los olvidé cuando te fuiste.
Tienes razón, vivimos en un sistema injusto y ojalá muchos te oyéramos y pensáramos contigo, para que algo cambie.
Recibe el saludo que no llegué a darte cuando te fuiste y a punto estuvo el ómnibus de dejarte.
Hasta siempre amigo.


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