jueves, 30 de septiembre de 2010

Poema 5, Pablo Neruda


Hoy me ha estado rondando la frase "sangre de viejas súplicas", junto con el ritmo en que está dicha dentro del poema de este gigante, que hace que no se olvide.
Junto a estas líneas un paisaje de su querido Chile.


Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.

Collar, cascabel ebrio
para tus manos suaves como las uvas.

Y las miro lejanas mis palabras.
Más que mías son tuyas.
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.

Ellas trepan así por las paredes húmedas.
Eres tú la culpable de este juego sangriento.

Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
Todo lo llenas tú, todo lo llenas.

Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.

Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú las oigas como quiero que me oigas.

El viento de la angustia aún las suele arrastrar.
Huracanes de sueños aún a veces las tumban.

Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.
Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.
Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.

Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.
Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.

Voy haciendo de todas un collar infinito
para tus blancas manos, suaves como las uvas.

lunes, 27 de septiembre de 2010

He tratado de reunir..., Juan Manuel Inchauspe




He tratado de reunir pacientemente
algunas palabras. De abrazar en el aire
aquello que escapa de mí
a morir entre los dientes del caos.
Por eso no pidan palabras seguras
no pidan tibias y envolventes vainas llevando
en la noche la promesa de una tierra sin páramos.
Hemos vivido entre las cosas que el frío enmudece.
Conocemos esa mudez. Y para quien
se acerque a estos lugares hay un chasquido
de látigo en la noche
y un lomo de caballo que resiste.

domingo, 26 de septiembre de 2010

sábado, 25 de septiembre de 2010

Te Quiero, Mario Benedetti




Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro

tu boca que es tuya y mía
tu boca no se equivoca
te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero

y porque amor no es aureola
ni cándida moraleja
y porque somos pareja
que sabe que no está sola

te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Diana, Juan L. Ortiz




Tenías una pureza tal
de líneas,
que emocionabas.
¿Desde dónde venían
tu fuerte pecho,
tus remos finos,
tus nervios vibrantes,
y esos ojos sesgados,
húmedos de una inteligencia
casi humana?

¿Desde dónde tus gentiles actitudes,
esa manera tuya, aguzada, de echarte,
y ese silencio,
y esa suavidad felinos,
acaso llenos de visiones,
que ennoblecían las alfombras,
y daban la inquietud de un alma,
un alma gótica encarnada en ti?

Oh, ya hubieran querido muchos hombres
tu auténtica aristocracia.
Fuerza contenida
que raras veces temblaba
en tu latido profundo.

Y eras a la vez humilde y tímida,
y sensitiva,
lo que no impedía que te disparases con impulso heroico
cuando tu instinto se abría como una fiesta sobre el campo.

Recuerdo, recuerdo...
¿Qué compañía mas discreta que la tuya?
En el atardecer
íbamos
a la orilla del río.
La cabeza baja,
apenas si pisabas.
Yo casi no respiraba.
Oh, vuelos últimos en la palidez hechizada!
Yo me sentaba en la barranca.
Tú te tendías a mi lado,
el hocico hacia el río,
esculpido en un gesto de caza hacia las estrellas del abismo.
¿Era hacia las llamas tímidas del abismo?

Temblaba tu hocico,
me mirabas,
y caías de nuevo en el éxtasis.
Acaso, al fin, eran tu presa
las imágenes
con que yo volvía luego:
tímidas, asustadizas,
de piel suave,
pero de mirada pura,
como la de tus liebres, oh Diana,
ida ya para siempre,
con mucho de mi alma y de mi casa.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Cuando las mujeres se juntan alrededor “del fuego” , Simone Seija Paseyro



Alguien me dijo que no es casual…que desde siempre las elegimos. Que las encontramos en el camino de la vida, nos reconocemos y sabemos que en algún lugar de la historia de los mundos fuimos del mismo clan. Pasan las décadas y al volver a recorrer los ríos esos cauces, tengo muy presentes las cualidades que las trajeron a mi tierra personal.
Valientes, reidoras y con labia. Capaces de pasar horas enteras escuchando, muriéndose de risa, consolando. Arquitectas de sueños, hacedoras de planes, ingenieras de la cocina, cantautoras de canciones de cuna.

Cuando las cabezas de las mujeres se juntan alrededor de “un fuego”, nacen fuerzas, crecen magias, arden brasas, que gozan, festejan, curan, recomponen, inventan, crean, unen, desunen, entierran, dan vida, rezongan, se conduelen.

Ese fuego puede ser la mesa de un bar, las idas para afuera en vacaciones, el patio de un colegio, el galpón donde jugábamos en la infancia, el living de una casa, el corredor de una facultad, un mate en el parque, la señal de alarma de que alguna nos necesita o ese tesoro incalculable que son las quedadas a dormir en la casa de las otras.

Las de adolescentes después de un baile, o para preparar un exámen, o para cerrar una noche de cine. Las de “veníte el sábado” porque no hay nada mejor que hacer en el mundo que escuchar música, y hablar, hablar y hablar hasta cansarse. Las de adultas, a veces para asilar en nuestras almas a una con desesperanza en los ojos, y entonces nos desdoblamos en abrazos, en mimos, en palabras, para recordarle que siempre hay un mañana. A veces para compartir, departir, construir, sin excusas, solo por las meras ganas.
El futuro en un tiempo no existía. Cualquiera mayor de 25 era de una vejez no imaginada…y sin embargo…detrás de cada una de nosotras, nuestros ojos.
Cambiamos. Crecimos. Nos dolimos. Parimos hijos. Enterramos muertos. Amamos. Fuimos y somos amadas. Dejamos y nos dejaron. Nos enojamos para toda la vida, para descubrir que toda la vida es mucho y no valía la pena. Cuidamos y en el mejor de los casos nos dejamos cuidar.

Nos casamos, nos juntamos, nos divorciamos. O no.

Creímos morirnos muchas veces, y encontramos en algún lugar la fuerza de seguir. Bailamos con un hombre, pero la danza más lograda la hicimos para nuestros hijos al enseñarles a caminar.

Pasamos noches en blanco, noches en negro, noches en rojo, noches de luz y de sombras. Noches de miles de estrellas y noches desangeladas. Hicimos el amor, y cuando correspondió, también la guerra. Nos entregamos. Nos protegimos. Fuimos heridas e inevitablemente, herimos.

Entonces…los cuerpos dieron cuenta de esas lides, pero todas mantuvimos intacta la mirada. La que nos define, la que nos hace saber que ahí estamos, que seguimos estando y nunca dejamos de estar.

Porque juntas construimos nuestros propios cimientos, en tiempos donde nuestro edificio recién se empezaba a erigir.
Somos más sabias, más hermosas, más completas, más plenas, más dulces, más risueñas y por suerte, de alguna manera, más salvajes.

Y en aquel tiempo también lo éramos, sólo que no lo sabíamos. Hoy somos todas espejos de las unas, y al vernos reflejadas en esta danza cotidiana, me emociono.

Porque cuando las cabezas de las mujeres se juntan alrededor “del fuego” que deciden avivar con su presencia, hay fiesta, hay aquelarre, misterio, tormenta, centellas y armonía. Como siempre. Como nunca. Como toda la vida.

Para todas las brasas de mi vida, las que arden desde hace tanto, y las que recién se suman al fogón.

martes, 7 de septiembre de 2010

Only time, Enya

Diátriba contra el deportista, Don Rigoberto (Vargas Llosa)




Entiendo que usted corre tabla hawaiana en las encrespadas olas del Pacífico en el verano, en los inviernos se desliza en esquí por las pistas chilenas de Portillo y las argentinas de Bariloche (ya que los Andes peruanos no permiten esas rosqueterías), suda todas las mañanas en el gimnasio haciendo aeróbicos, o corriendo en pistas de atletismo, o por parques y calles, ceñido en un buzo térmico que le frunce el culo y la barriga como los corsés de antaño asfixiaban a nuestras abuelas, y no se pierde partido de la selección nacional, ni el clásico Alianza Lima versus Universitario de Deportes, ni campeonato de boxeo por el título sudamericano, latinoamericano, estadounidense, europeo o mundial, ocasiones en que, atornillado frente a la pantalla del televisor y amenizando el espectáculo con tragos de cerveza, cubalibres o whisky a las rocas, se desgañita, congestiona, aúlla, gesticula o deprime con las victorias o fracasos de sus ídolos, como corresponde al hincha antonomásico). Razones sobradas, señor, para que yo confirme mis peores sospechas sobre el mundo en que vivimos y lo tenga a usted por un descerebrado, cacaseno y subnormal. (Uso la primera y la tercera expresión como metáforas; la del medio, en sentido literal.)
Sí, efectivamente, en su atrofiado intelecto se ha hecho la luz: tengo a la práctica de los deportes en general, y al culto de la práctica de los deportes en particular, por formas extremas de la imbecilidad que acercan al ser humano al carnero, las ocas y la hormiga, tres instancias agravadas del gregarismo animal. Calme usted sus ansias cachascanistas de triturarme, y escuche, ya hablaremos de los griegos y del hipócrita mens sana in corpore sano dentro de un momento. Antes, debo decirle que los únicos deportes a los que exonero de la picota son los de mesa (excluido el ping-pong) y de cama (incluida, por supuesto, la masturbación). A los otros, la cultura contemporánea los ha convertido en obstáculos para el desenvolvimiento del espíritu, la sensibilidad y la imaginación (y, por tanto, del placer). Pero, sobre todo, de la conciencia y la libertad individual. Nada ha contribuido tanto en este tiempo, más aún que las ideologías y religiones, a promover el despreciable hombre-masa, el robot de condicionados reflejos, a la resurrección de la cultura del primate de tatuaje y taparrabos emboscados detrás de la fachada de la modernidad, como la divinización de los ejercicios y juegos físicos operada por la sociedad de nuestros días.
Ahora, podemos hablar de los griegos, para que no me joda más con Platón y Aristóteles. Pero, le prevengo, el espectáculo de los efebos atenienses untándose de ungüentos en el Gymnasium antes de medir su destreza física, o lanzando el disco y la jabalina bajo el purísimo azul del cielo egeo, no vendrá en su ayuda sino a hundirlo más en la ignominia, bobalicón de músculos endurecidos a expensas de su caudal de testosterona y desplome de su IQ. Sólo los pelotazos del fútbol o los puñetazos del boxeo o las ruedas autistas del ciclismo y la prematura demencia senil (¿además de la merma sexual, incontinencia e impotencia?) que ellos suelen provocar, explica la pretensión de establecer una línea de continuidad entre los entunicados fedros de Platón frotándose de resinas después de sus sensuales y filosóficas demostraciones físicas, y las hordas beodas que rugen en las tribunas de los estadios modernos (antes de incendiarlas) en los partidos de fútbol contemporáneos, donde veintidós payasos desindividualizados por uniformes de colorines, agitándose en el rectángulo de césped detrás de una pelota, sirven de pretexto para exhibicionismos de irracionalidad colectiva.
El deporte, cuando Platón, era un medio, no un fin, como ha tornado a ser en estos tiempos municipalizados de la vida. Servía para enriquecer el placer de los humanos (el masculino, pues las mujeres no lo practicaban), estimulándolo y prolongándolo con la representación de un cuerpo hermoso, tenso, desgrasado, proporcionado y armonioso, e incitándolo con la calistenia pre-erótica de unos movimientos, posturas, roces, exhibiciones corporales, ejercicios, danzas, tocamientos, que inflamaban los deseos hasta catapultar a participantes y espectadores en el acoplamiento. Que éstos fueran eminentemente homosexuales no añade ni quita coma a mi argumentación, como tampoco que, en el dominio del sexo, el suscrito sea aburridamente ortodoxo y sólo ame a las mujeres —por lo demás, a una sola mujer—, totalmente inapetente para la pederastia activa o pasiva. Entiéndame, no objeto nada de lo que hacen los gays. Celebro que la pasen bien y los apuntalo en sus campañas contra las leyes que los discriminan. No puedo acompañarlos más allá, por una cuestión práctica. Nada relativo al quevedesco «ojo del culo» me divierte. La Naturaleza, o Dios, si existe y pierde su tiempo en estas cosas, ha hecho de ese secreto ojal el orificio más sensible de todos los que me horadan. El supositorio lo hiere y el vitoque de la lavativa lo ensangrienta (me lo introdujeron una vez, en período de constipación empecinada, y fue terrible) de modo que la idea de que haya bípedos a los que entretenga alojar allí un cilindro viril me produce una espantada admiración. Estoy seguro de que, en mi caso, además de alaridos, experimentaría un verdadero cataclismo psicosomático con la inserción, en el delicado conducto de marras, de una verga viva, aun siendo ésta de pigmeo. El único puñete que he dado en mi vida lo encajó un médico que, sin prevenirme y con el pretexto de averiguar si tenía apendicitis, intentó sobre mi persona una tortura camuflada con la etiqueta científica de «tacto rectal». Pese a ello, estoy teóricamente a favor de que los seres humanos hagan el amor al derecho o al revés, solos o por parejas o en promiscuos contubernios colectivos (ajjjj), de que los hombres copulen con hombres y las mujeres con mujeres y ambos con patos, perros, sandías, plátanos o melones y todas las asquerosidades imaginables si las hacen de común acuerdo y en pos del placer, no de la reproducción, accidente del sexo al que cabe resignarse como a un mal menor, pero de ninguna manera santificar como justificación de la fiesta carnal (esta imbecilidad de la Iglesia me exaspera tanto como un match de básquet). Retomando el hilo perdido, aquella imagen de los vejetes helenos, sabios filósofos, augustos legisladores, aguerridos generales o sumos sacerdotes yendo a los gimnasios a desentumecer su libido con la visión de los jóvenes discóbolos, luchadores, marathonistas o jabalinistas, me conmueve. Ese género de deporte, Celestino del deseo, lo condono y no vacilaría en practicarlo, si mi salud, edad, sentido del ridículo y disponibilidad horaria, lo permitieran.
Hay otro caso, más remoto todavía para el ámbito cultural nuestro (no sé por qué lo incluyo a usted en esa confraternidad, ya que a fuerza de patadones y cabezazos futboleros, sudores ciclísticos o contrasuelazos de karateca se ha excluido de ella) en que el deporte tiene también cierta disculpa. Cuando, practicándolo, el ser humano trasciende su condición animal, toca lo sagrado y se eleva a un plano de intensa espiritualidad. Si se empeña en que usemos la arriesgada palabra «mística», sea. Obviamente, esos casos, ya muy raros, de los que es exótica reminiscencia el sacrificado luchador de sumo japonés, cebado desde niño con una feroz sopa vegetariana que lo elefantiza y condena a morir con el corazón reventado antes de los cuarenta y a pasarse la vida tratando de no ser expulsado por otra montaña de carne como él fuera del pequeño círculo mágico en el que está confinada su vida, son inasimilables a los de esos ídolos de pacotilla que la sociedad posindustrial llama «mártires del deporte». ¿Dónde está el heroísmo en hacerse mazamorra al volante de un bólido con motores que hacen el trabajo por el humano o en retroceder de ser pensante a débil mental de sesos y testículos apachurrados por la práctica de atajar o meter goles a destajo, para que unas muchedumbres insanas se desexualicen con eyaculaciones de egolatría colectivista a cada tanto marcado? Al hombre actual, los ejercicios y competencias físicas llamadas deportes, no lo acercan a lo sagrado y religioso, lo apartan del espíritu y lo embrutecen, saciando sus instintos más innobles: la vocación tribal, el ma-chismo, la voluntad de dominio, la disolución del yo individual en lo amorfo gregario.
No conozco mentira más abyecta que la expresión con que se alecciona a los niños: «Mente sana en cuerpo sano». ¿Quién ha dicho que una mente sana es un ideal deseable? «Sana» quiere decir, en este caso, tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por los estereotipos de la moral establecida y la religión oficial. ¿Mente «sana», eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara. Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, una mente «sucia», malos pensamientos, floración de imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido y a renovar lo conocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga.
Ahora bien, tampoco es cierto que la práctica de los deportes en nuestra época cree mentes sanas en el sentido banal del término. Ocurre lo contrario, y lo sabes mejor que nadie, tú, que, por ganar los cien metros planos del domingo, meterías arsénico y cianuro en la sopa de tu competidor y te tragarías todos los estupefacientes vegetales, químicos o mágicos que te garanticen la victoria, y corromperías a los arbitros o los chantajearías, urdirías conjuras médicas o legales que descalificaran a tus adversarios, y que vives neurotizado por la fijación en la victoria, el récord, la medalla, el podium, algo que ha hecho de ti, deportista profesional, una bestia mediática, un antisocial, un nervioso, un histérico, un psicópata, en el polo opuesto de ese ser sociable, generoso, altruista, «sano», al que quiere aludir el imbécil que se atreve todavía a emplear la expresión «espíritu deportivo» en el sentido de noble atleta cargado de virtudes civiles, cuando lo que se agazapa tras ella es un asesino potencial dispuesto a exterminar arbitros, achicharrar a todos los fanáticos del otro equipo, devastar los estadios y ciudades que los albergan y provocar el apocalíptico final, ni siquiera por el elevado propósito artístico que presidió el incendio de Roma por el poeta Nerón, sino para que su Club cargue una copa de falsa plata o ver a sus once ídolos subidos en un podio, flamantes de ridículo en sus calzones y camisetas rayadas, las manos en el pecho y los ojos encandilados ¡cantando un himno nacional!

domingo, 5 de septiembre de 2010

Ana Perichón, Rogelio Alaníz




Me llamo Ana Perichon, pero quienes me amaron y me odiaron me decían perichona.
Fui la mujer a quien las chismosas le dedicaron más tiempo, en esta ciudad donde lo que sobra es el tiempo.
Me atribuyeron todos los pecados que puede cometer una mujer.
Nunca se privaron de decir lo que pensaban y siempre lo hicieron a mis espaldas.
Dijeron que era una loba una perra y una hiena.
Yo me reía. Inútil decirles que jamás corrí detrás de un hombre.
Nunca lo hice, siempre fueron ellos los que corrieron detrás de mí.
Yo los dejaba hacer; me divertían sus esfuerzos por ser galanes.
Me divertían y me daban vergüenza.
Eran tan vulgares, tan predecibles.
Santiago fue otra cosa. Una mujer siempre sabe cuando está frente al hombre que importa. Yo lo supe.
Santiago tenía los ojos azules, y descubrí que era marinero antes de que me lo dijera. Solo los marinos tienen esos ojos como bañados en sal y algo desteñidos por el sol.
Cuando lo conocí lo primero que me dije fué que ese hombre sería mío.
No era perfecto, pero una mujer como yo, nunca se enamora de un hombre perfecto.
Santiago era fanfarrón y mujeriego, pero también generoso y valiente.
Yo lo amé. Lo tuve en mis brazos y lo protegí hasta donde pude, o hasta donde me dejaron.
Fui su novia su mujer y su amante, y en algún momento su madre.
Lo amé siempre, en la victoria y en la derrota; en la felicidad y en la tristeza. No se puede ni se debe amar de otra manera. Lo digo sin vanidad, pero también sin vergüenza.
Fuí la amante de Liniers, el conde de Buenos Aires. Él fue mi conde y yo su reina.
Yo, Ana Perichón; la perichona. Fui la que arrojé mi pañuelo bordado desde el balcón de mi casa.
Fué una mañana de sol; una de esas mañanas en que la luz parece estar suspendida en el aire.
Toda Buenos Aires estaba en la calle agasajando a los soldados. Cuando evoco aquellas horas juraría que los únicos habitantes de la ciudad éramos él y yo. Yo en el balcón, y él montado en su caballo.
A mi pañuelo él lo recogió del suelo con su espada y me saludó con su sombrero. El caballero que me rendía honores había derrotado a los ingleses y era el hombre más querido de Buenos Aires.
Las chismosas dijeron que era una ramera. Dijeron que me excitaba más el escándalo que el amor. Dijeron que era ambiciosa y perversa. Ellas, plantas resecas, almas negras; incapaces de amar y ser amadas.
Santiago dormía en mi casa; vivía en el fuerte pero dormía en mi cama.
-¿Por qué no se casan?- murmuraban las comadres. Nunca es tarde para casarse con la gloria, le dijo Santiago a su asistente. No se equivocaba; yo fui su gloria y su derrota, porque el amor, el verdadero amor es siempre una gloria y una derrota.
Su corazón, su hermoso gallardo corazón fue destrozado por las balas disparadas por hombres que aprendieron a ser hombres a su lado.
Yo ya no estaba con él pero hice lo que pude para salvarlo; el destino y los dioses no lo quisieron.
Cuando lo mataron, abandoné la ciudad y me fui a vivir a una chacra. Dijeron que me habían castigado, tonterías. Ellos me perdonaron, pero yo nunca los perdoné a ellos.
Me propuse no regresar jamás y no dejar ninguna huella. Antes de irme rompí mi último retrato, no quise que quedara ningún recuerdo mío. Ni de mis ojos que hechizaron a los hombres, ni de mis cabellos oscuros, ni de mi sonrisa insinuante y atrevida.
Yo sé (las mujeres estas cosas siempre las sabemos) que antes de morir el último pensamiento de Santiago fue para mí.
Decidí que esa imagen que se le presentó un segundo antes de su muerte fuera la única, la última, la exclusiva.
Rompí todas las cartas y todos los retratos y me fui al campo a esperar la llegada de la noche.

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