Un misionero español visitaba
una isla, cuando se encontró con tres sacerdotes aztecas.
— ¿Cómo rezáis vosotros?
—preguntó el padre.
— Sólo tenemos una oración
—respondió uno de los aztecas—. Nosotros decimos: «Dios, Tú eres tres, nosotros
somos tres. Ten piedad de nosotros.»
— Bella oración —dijo el
misionero—. Pero no es exactamente la plegaria que Dios escucha. Os voy a enseñar
una mucho mejor.
El padre les enseñó una oración
católica y prosiguió su camino de evangelización. Años más tarde, ya en el
navío que lo llevaba de regreso a España, tuvo que pasar de nuevo por la isla.
Desde la cubierta, vio a los tres sacerdotes en la playa, y los llamó por
señas.
En ese momento, los tres
comenzaron a caminar por el agua hacia él.
— ¡Padre! ¡Padre! —gritó uno de
ellos, acercándose al navío—. ¡Enséñanos de nuevo la oración que Dios escucha,
porque no conseguimos recordarla!
— No importa —dijo el misionero,
viendo el milagro.
Y pidió perdón a Dios por no
haber entendido antes que Él hablaba todas las lenguas.
Esta historia ejemplifica bien
lo que quiero contar en A orillas del río Piedra me senté y lloré. Rara vez nos
damos cuenta de que estamos rodeados por lo Extraordinario. Los milagros suceden
a nuestro alrededor, las señales de Dios nos muestran el camino, los ángeles
piden ser oídos…; sin embargo, como aprendemos que existen fórmulas y reglas
para llegar hasta Dios, no prestamos atención a nada de esto. No entendemos que
Él está donde le dejan entrar.
Las prácticas religiosas
tradicionales son importantes; nos hacen participar con los demás en una
experiencia comunitaria de adoración y de oración. Pero nunca debemos olvidar
que una experiencia espiritual es sobre todo una experiencia práctica del Amor.
Y en el amor no existen reglas. Podemos intentar guiarnos por un manual,
controlar el corazón, tener una estrategia de comportamiento… Pero todo eso es
una tontería. Quien decide es el corazón, y lo que él decide es lo que vale.
Todos hemos experimentado eso en
la vida. Todos, en algún momento, hemos dicho entre lágrimas: «Estoy sufriendo
por un amor que no vale la pena.» Sufrimos porque descubrimos que damos más de
lo que recibimos. Sufrimos porque nuestro amor no es reconocido. Sufrimos porque
no conseguimos imponer nuestras reglas.
Sufrimos impensadamente, porque
en el amor está la semilla de nuestro crecimiento. Cuando más amamos, más cerca
estamos de la experiencia espiritual. Los verdaderos iluminados, con las almas
encendidas por el Amor, vencían todos los prejuicios de la época. Cantaban,
reían, rezaban en voz alta, compartían aquello que San Pablo llamó la «santa
locura». Eran alegres, porque quien ama ha vencido el mundo, y no teme perder
nada. El verdadero amor supone un acto de entrega total.
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