sábado, 11 de diciembre de 2010

Motivos del Mar, "Las Barcas", Gabriela Mistral




12 de septiembre de 1927

Los hombres hicieron las barcas; pero ellas cobraron alma al tocar el mar, y se han liberado de los hombres.
Si un día los marineros no quisieran navegar más, ellas romperían sus amarras y se irían, salvajes y felices.
Los marineros creen llevarlas, mas son ellas quienes los rigen. Los incitan cuando se adormecen en las costas, hasta que ellos saltan a los puentes.
Si arriban a las costas, es por recoger frutos: las piñas, los dátiles, las bananas de oro. El mar, amante imperiosa, les pide la fragancia de la tierra, que las olas aspiran, irguiéndose.
Desde que las barcas tocaron agua viva, tienen alma salvaje. Engañan a los pilotos con que siguen su camino. Van por la zona verde, donde el mar se endurece de tritones y choca como muchos escudos.
Nunca saben los pilotos el día preciso de los puertos; consultan siempre algún error en los cálculos, y este error es el juego de las barcas con las sirenas.
Tienen las barcas cabelleras de jarcias, pecho de velamen duro, y caderas de leños amargos. Sus pies van bajo el agua como los de las danzadoras de largas túnicas.
Llevaron a los descubridores. Mientras ellos dormían, las barcas burlaron sus sendas...
Porque se hacen signos secretos con las islas desconocidas, y las penínsulas las llaman alargándose como un grito.
No van llevando a los hombres a vender sus paños; se echaron al mar para existir libres sobre él.
Si un día los hombres no quieren navegar más, ellas se irán solas por los mares, y los marinero desde las playas, gritarán de asombro al saber que nunca fueron pilotos. Que, como las sirenas, ellas son hijas de la voluntad del mar.

jueves, 9 de diciembre de 2010

El cuerpo, Emma Barrandéguy




   
¿Por qué no es posible el amor?,
me preguntas.
Somos viejos, respondo.
Y que pases tu mano
por mi pierna,
me da cierta vergüenza.
Tontería, dice el amigo
y cediendo
me tiendo a su lado como cuando era joven
y lo ignoraba.
Pienso en todos los viejos
que desde un banco al sol
miran transcurrir las muchachas.
En mi padre y sus esquelas victorianas
a las niñas de los mandados.
Pienso en mi madre pulcra
cubriendo sus desnudos en un último gesto.
Pienso que los viejos son como todos
y apetecen sin pausa
si no han sido saciados.
El cuerpo gira ante sus ojos
con el gusto de lo prohibido,
como siempre.
Se los instala en la sabiduría
y no la tienen;
codician como jóvenes,
tienen pequeñas ternuras
como mi amigo,
tienen lascivas preferencias
que no les cuentan a los otros,
tienen derecho al amor
aun a costa del ridículo.
Y si pasan tomados de la mano
o se encierran en su mundo
con las persianas bajas,
tendríamos que mirarlos sin asombro
como a lentos vagabundos
o discretos amantes que renuevan caricias.

viernes, 3 de diciembre de 2010

El difunto Matias Pascal, Luigi Pirandello




—No paso a comprender que por el gusto momentáneo que experimenta el gaznate al paso de un buen bocado, como éste, por ejemplo —y se lo engullía—, haya de estarse nadie luego sufriendo todo el día. ¿Qué se saca de eso? Yo de mí sé decir que estaría después corrido y avergonzado. Rosina —decía llamando a la criada—, deme un poquito más de este plato.

lunes, 15 de noviembre de 2010

El pescado fresco, Anónimo




Los japoneses siempre han gustado del pescado fresco. Pero las aguas cercanas a Japón no han tenido muchos peces por décadas.

Así que para alimentar a la población japonesa, los barcos pesqueros fueron fabricados más grandes para ir mar adentro.

Mientras más lejos iban los pescadores más era el tiempo que les tomaba regresar a entregar el pescado.

Si el viaje tomaba varios días, el pescado ya no estaba fresco.

Para resolver el problema, las compañías instalaron congeladores en los barcos pesqueros.

Así podían pescar y poner los pescados en los congeladores.

Sin embargo, los japoneses pudieron percibir la diferencia entre el pescado congelado y el fresco y no les gustaba el congelado, que, por lo tanto, se tenía que vender más barato.

Las compañías instalaron entonces en los barcos tanques para los peces.

Podían así pescar los peces, meterlos en los tanques y mantenerlos vivos hasta llegar a la costa. Pero después de un tiempo los peces dejaban de moverse en el tanque. Estaban aburridos y cansados, aunque vivos. Los consumidores japoneses también notaron la diferencia del sabor porque cuando los peces dejan de moverse por días, pierden el sabor fresco ...

y ¿cómo resolvieron el problema las compañías japonesas?

Y ¿cómo consiguieron traer pescado con sabor de pescado fresco?


Tan pronto una persona alcanza sus metas, tales como empezar una nueva empresa, pagar sus deudas, encontrar una pareja maravillosa, o lo que sea, empieza a perder la pasión. Ya no necesitará esforzarse tanto. Así que solo se relaja.

Experimentan el mismo problema que las personas que ganan la lotería, o el de quienes heredan mucho dinero y nunca maduran, o de quienes se quedan en casa y se hacen adictos a los medicamentos para la depresión o la ansiedad.

Como el problema de los pescadores japoneses, la solución es sencilla.

Lo dijo L. Ron Hubbard a principios de los años 50:

"Las personas prosperan mas cuando hay desafíos en su medio ambiente" .

Para mantener el sabor fresco de los peces, las compañías pesqueras ponen a los peces dentro de los tanques en los botes, pero ahora ponen también un Tiburón pequeño! Claro que el tiburón se come algunos peces, pero los demás llegan muy, pero muy vivos. ¡Los peces son desafiados! Tienen que nadar durante todo el trayecto dentro del tanque, ¡para mantenerse vivos!

Cuando alcances tus metas proponte otras mayores. Nunca debes crear el éxito para luego acostarte en él. Así que, invita un tiburón a tu tanque, y descubre que tan lejos realmente puedes llegar. Unos cuantos tiburones te harán conocer tu potencial para seguir vivo y haciendo lo que mejor haces, de la mejor manera posible!!

Y si ya los encuentras en el tanque, déjalos que se muerdan entre si, que no te asusten sus dientes ni sus trampas...tu sigue alerta, pero siempre "fresco".

Siempre habrá tiburones a donde vayas...

Bota, bota, bella niña... , Rubén Darío




Bota, bota, bella niña,
ese precioso collar
en que brillan los diamantes
como el líquido cristal
de las perlas del rocío matinal.
Del bolsillo de aquel sátiro
salió el oro y salió el mal.
Bota, bota esa serpiente
que te quiere estrangular
enrollada en tu garganta
hecha de nieve y coral.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Cuídate, España, César Vallejo




¡Cuídate, España, de tu propia España!
¡Cuídate de la hoz sin el martillo,
cuídate del martillo sin la hoz!
¡Cuídate de la víctima apesar suyo,
del verdugo apesar suyo
y del indiferente apesar suyo!
¡Cuídate del que, antes de que cante el gallo,
negárate tres veces,
y del que te negó, después, tres veces!
¡Cuídate de las calaveras sin las tibias,
y de las tibias sin las calaberas!
¡Cuídate de los nuevos poderosos!
¡Cuídate del que come tus cadáveres,
del que devora muertos a tus vivos!
¡Cuídate del leal ciento por ciento!
¡Cuídate del cielo más acá del aire
y cuídate del aire más allá del cielo!
¡Cuídate de los que te aman!
¡Cuídate de tus héroes!
¡Cuídate de tus muertos!
¡Cuídate de la República!
¡Cuídate del futuro!…



Masa

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
«No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: «Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vió el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…

viernes, 5 de noviembre de 2010

Geni y el Zepelín, Chico Buarque





De los rengos y los tuertos
del bajo fondo del puerto
ella anduvo enamorada.

Su cuerpo es de los errantes
vagabundos y emigrantes,
de los que no tienen nada.

Se entregaba desde niña
en garajes o cantinas,
tras la pileta, en el monte.

Reina de los prisioneros,
las locas, los pordioseros,
los gurises del asilo.

A menudo a su cuidado
hay viejitos desahuciados
y viudas sin porvenir.

Es buena como son pocas
por eso la ciudad toda
repitiendo ha de seguir:

Tírenle piedra a Geni,
tírenle piedra a Geni
hecha está para aguantar,
hecha está para escupir,
se entrega no importa a quién,
maldita Geni.

Un día surgió brillante
entre las nubes fluctuantes
un enorme zepelín.

Se paró en los edificios
abrió unos mil orificios
con mil cañones así.

La ciudad toda espantada
se quedó paralizada,
casi se volvió jalea,

mas del zepelín gigante
descendió el comandante
diciendo - cambié de idea.

Cuando vi en esta ciudad
tanto horror e iniquidad
resolví hacerla explotar

mas puedo evitar el drama
si es que aquella hermosa dama
de noche se entrega a mí.

Esa dama era Geni,
mas no puede ser Geni,
hecha está para aguantar,
hecha está para escupir,
se entrega no importa a quién,
maldita Geni.

Sin que se lo propusiera
de tan ingenua y sincera
cautivó al forastero,

el guerrero tan vistoso,
tan temido y poderoso
quedó de ella prisionero.

Ocurre que la doncella
- y eso era secreto de ella -
tenía también caprichos,

y a darse a hombre tan noble,
tan oliendo a brillo y cobre,
prefería amar los bichos.

Al oír tal herejía
la ciudad en romería
su mano vino a besar,

el prefecto de rodillas,
el obispo a hurtadillas,
el banquero y su millar.

Vé con él, vé Geni
vé con él, vé Geni,
la que nos puede salvar,
la que nos va a redimir,
se entrega no importa a quién,
bendita Geni

Fueron tantos los pedidos,
tan sinceros, tan sentidos,
que ella dominó su asco.

Esa noche lancinante
entregóse a tal amante
como quién se da al verdugo.

Tanta suciedad él hizo
relamiéndose de vicio
hasta quedarse saciado.

Y no bien amanecía
partió en una nube fría
con su zepelín plateado.

Con un suspiro aliviado
ella se acostó de lado
y trató de sonreír,

mas luego al rayar el día
la ciudad en gritería
ya no la dejó dormir

Tírenle piedra a Geni,
tírenle piedra a Geni,
hecha está para aguantar,
hecha está para escupir,
se entrega no importa a quién,
maldita Geni.

martes, 2 de noviembre de 2010

Canciones del alma ... [ II ], San Juan de la Cruz




¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro.

¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!,
matando muerte en vida la has trocado.

¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido
que estaba oscuro y ciego
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!

sábado, 30 de octubre de 2010

Boulevard of broken dreams, Green day

La inquietud del rosal, Alfonsina Storni



El rosal en su inquieto modo de florecer
va quemando la savia que alimenta su ser.
¡Fijaos en las rosas que caen del rosal:
Tantas son que la planta morirá de este mal!
El rosal no es adulto y su vida impaciente
se consume al dar flores precipitadamente.

María Martha Serra Lima, My way




Con ella no cuadran carrasperas dolientes ni amaneramientos, todo lo ha expresado siempre con su caudal y entonación puras.


miércoles, 27 de octubre de 2010

El hombre es un gran faisán en el mundo, Herta Müller




Gracias a la amiga Ico por hacerme conocer este libro en su blog a través de sus palabras que me lo han descrito, es de los que siempre se recuerdan. Les dejo un fragmento que encontré por la mitad...

«Algo va mal desde que empezó el verano», dice Windisch. «Mi mujer tiene que barrer el patio cada día. Las acacias se están secando. En nuestro patio ya no queda ni una. En el de los valacos hay tres, y distan mucho de estar peladas. En nuestro patio, en cambio, caen cada día hojas secas como para vestir diez árboles. Mi mujer no se explica de dónde pueden salir tantas. Nunca hemos tenido tal cantidad de hojas secas en el patio.» «Las trae el viento», dice el guardián nocturno. Windisch cierra la puerta del molino con llave.
«Pero si no hace viento», dice. El guardián nocturno estira los dedos en el aire: «Siempre hace viento, aunque no lo sintamos».
«En Alemania los bosques también se secan a mediados de año», dice Windisch.
«El peletero nos lo ha escrito», añade. Mira el cielo ancho y bajo. «Se han instalado en Stuttgart. Rudi está en otra ciudad. El peletero no ha dicho dónde. Al peletero y su mujer les han asignado una vivienda de protección social con tres habitaciones. Tienen una cocina-comedor y un cuarto de baño con espejos en las paredes.»
El guardián nocturno se ríe. «A su edad a la gente aún le apetece mirarse desnuda en el espejo», dice.
«Unos vecinos ricos les regalaron los muebles», dice Windisch. «Y también un televisor. Junto a ellos vive una señora sola. Es una dama muy remilgada que nunca come carne, escribe el peletero. Se moriría si lo hiciera, le dijo.»
«A ésos les va demasiado bien», dice el guardián nocturno. «Que vengan aquí a Rumania y verás como comen de todo.»
«El peletero tiene un buen sueldo», dice Windisch. «Su mujer hace faenas de limpieza en un asilo de ancianos. La comida allí es buena. Cuando algún anciano celebra su cumpleaños, organizan un baile.»
El guardián nocturno se ríe. «Sería lo ideal para mí», dice. «Buena comida y unas cuantas jovenzuelas.» Muerde el corazón de una manzana. Las pepitas blancas resbalan sobre su chaqueta. «No sé», dice, «no logro decidirme a presentar mi solicitud».
Windisch ve el tiempo detenido en la cara del guardián nocturno. Windisch ve el final en las mejillas del guardián nocturno, lo ve quedarse allí hasta más allá del final.
Windisch mira la hierba. Sus zapatos están blancos de harina. «Una vez dado el primer paso», dice, «lo demás marcha solo».
El guardián nocturno suspira. «Es difícil cuando no se tiene a nadie», dice. «Dura mucho tiempo, y uno envejece, no rejuvenece.»
Windisch pone la mano sobre su pernera. Tiene la mano fría y el muslo caliente. «Aquí todo va de mal en peor», dice. «Nos quitan las gallinas, los huevos. Hasta el maíz nos lo quitan antes de que haya crecido. A ti acabarán quitándote la casa y el corral.»
La luna está enorme. Windisch oye a las ratas zambullirse en el agua. «Siento el viento», dice. «Las articulaciones de las piernas me duelen. Seguro que va a llover.»

jueves, 21 de octubre de 2010

El argentino que se hizo querer de todos, Gabriel García Marquez




Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados. A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en que momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible. Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de Mantequilla Nápoles. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo. Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también las que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer.

miércoles, 20 de octubre de 2010

El primer sol





Como un inmenso párpado de nubes se abre el cielo
Asoma el sol, tímido en su victoria
y devuelve los colores al mundo...

miércoles, 13 de octubre de 2010

Los indios, Atahualpa Yupanqui




América es un largo camino de los indios.
Ellos son estas cumbres y aquel valle
y esos montes callados perdidos en la niebla
y aquel maizal dorado
y el hueco entre las piedras, y la piedra desierta.

Desde todos los sitios nos están contemplando los indios.
Desde todas las altas cumbres nos vigilan.
Ha engordado la tierra con la carne del indio.
Su sombra es centinela de la noche de América.
Los cóndores conocen conocen el silencio del indio
y su grito quebrado duerme allá en los abismos.

Donde quiera que vamos está presente el indio.
Lo respiramos, lo presentimos andando sus comarcas.
Quechua, aymara, tehuelche, guarán o mocoví.
Chiriguano o charrúa, chibcha, mataco o pampa.
Ranquel, arauco, patagón, diaguita o calchaquí.
Omahuaca, atacama, tonocotés o toba.

Desde todos los sitios nos están contemplando los indios.
Porque América es eso: un largo camino
de indianidad sagrada.
Entre la gran llanura, la selva y la piedra alta.
Y bajo la eternidad de las constelaciones.
Sí. América es el largo camino de los indios
y desde todos los sitios nos están contemplando.

martes, 12 de octubre de 2010

La tierra purpurea, Guillermo Enrique Hudson




—Les contaré la cosa más curiosa que jamás me ha pasao a mí —dijo Blas Arias—. Estaba yo viajando sólo
—por asuntos míos— en la frontera del norte. Atravesé el río Yaguarón, dentré en el territorio brasileño y anduve un día entero por un gran llano pantanoso, donde los juncos estaban secos y muertos, y no había más agua que algunos charcos barrosos. Era un lugar de quitarle a uno tuito el gusto por la vida. Lo que se estaba poniendo el sol y ya había perdido tuita esperanza de llegar al fin de aquel desierto, descubrí una tapera. Era de unos quince pasos de largo, con sólo una puertecita y no parecía estar habitá, pues naides me contestó a pesar de dar giieltas la tapera gritando a tuita voz. Oí gruñidos y chillidos que venían de dentro, y luego salió una chancha seguida por su cría; me miró y volvió a dentrarse. Habría seguido caminando adelante, pero estaban muy cansados mis fletes; además, parecía que juéramos a tener una tempestá de truenos y rejucilos, y no se vía ningún otro rancho ande pasar la noche. Ansina que desensillé mi caballo, solté la tropilla y llevé mi recao y otras pilchas pa dentro. La pieza era tan chica que la chancha con su cría la ocupaba tuita; había, sin embargo, otra pieza, y al abrir la puerta, que estaba cerrada, dentré y hallé que era mucho más grande que la primera; también vide en un rincón una cama muy sucia hecha de cueros, y en el suelo, un montón de cenizas y una olla negra. No se veía otra cosa sino giiesos viejos, pedazos de palo y otra basura desparramá por tuitas partes. Temiendo que el dueño de esa cueva inmunda juese a hallarme desprevenido, y no encontrando en ella nada que comer, volví a la primera pieza; eché ajuera a los chanchos y me senté en mi recao a esperar. Empezaba ya a escurecer cuando de repente se apareció a la puerta una mujer con un atao de leña. En mi perra vida, señores, he visto nada más asqueroso ni más horrible, Su cara era dura, muy negra y áspera como la corteza del ñandubay, mientras que en la cabeza tenía una porra que le llegaba hasta los hombros, seca y de un color a tierra. Tenía el cuerpo largo y grueso y las rodillas y los pies enormes, pero parecía pimea porque apenas tenía piernas; estaba vestida con unas mantas de caballo, viejas y rotosas, atadas al cuerpo con una lonja. Me miró con unos ojitos de ratón; entonces, poniendo su atao en el suelo, me preguntó qué era lo que quería. Le dije que era un viajero muy cansao y que quería algo que comer y donde alojarme. "Alojamiento puede tener dijo ella—, comida no hay, Y con eso, tomando su atao, se jué a la otra pieza, cerró la puerta y le echó el cerrojo por el lao de adentro. La mujer no era pa enamorar y no había el menor peligro que yo juera a intentar de dentrar a su pieza. Era una noche negra y tempestuosa y luego empezó a llover a cántaros. Varias veces la chancha con sus crías dentraron gruñendo pa buscar abrigo, y tuve que levantarme y echarlos a rebencazos pa juera. Por último, oi por el tabique que separaba las dos piezas, un ruido como si aquella asquerosa mujer estuviese haciendo juego, y luego dentró por las hendijas el olorcito a carne asada. Eso me llamó la atención porque yo había buscado por tuita la pieza y no había encontrao nada de comer. Colegí que ella la habría traído debajo de las mantas, pero ánde. la había conseguido era un misterio. Por último, empecé a quedarme dormido, llegaron a mis oídos ruidos de truenos y del viento, de los chanchos gruñendo a la puerta y el sonido del juego que venía de la pieza de la bruja. Pero luego parecieron mezclarse otros ruidos, se oiban las voces de personas que hablaban, tamién risas y canto. Entonces desperté bien, y encontré que las voces venían de lotra pieza. Alguien estaba tocando la vigiiela y cantando, otros hablaban, en voz alta y réiban. Traté de mirar por las hendijas de la puerta y la paré, pero jué al ñudo. ‘Muy arriba, en el medio del tabique, había una hendija grande por la que pareció que se podría ver el interior, juzgando por la luz del juego que por ay pasaba. Arrimé mi recao a la paré, doblé mis ponchos y pellones dos o tres veces, y los puse uno encima del otro hasta que los había amontonao del alto de la rodilla. Subiéndome sobre el recao y agarrándome del tabique con las uñas, conseguí asomarme por la hendija. La pieza estaba muy iluminá por un gran juego" de leña que ardía en un rincón, mientras que tendida en el suelo había una gran manta colorada y sentada en ella estaba la gente a la que había oído, con fruta y botellas de vino por delante. Ay estaba la asquerosa vieja bruja viéndose casi tan alta sentá como pará; estaba tocando la vigiiela y cantando una toná portuguesa. En la manta a sus pies estaba recostada una negra alta bien hecha; estaba casi desnuda; sólo llevaba puesta una faja angosta de género blanco alrededor de la cintura y unos anchos brazaletes de plata en sus gordos brazos negros. Estaba comiendo una banana, y apoyada en sus rodillas, que tenía encogidas, estaba una bonita chiquilla de unos quince años de edá, pálida y morena. Estaba vestida de blanco, tenía los brazos desnudos y una banda de oro le sujetaba el pelo que le caiba suelto sobre la espalda. Delante de ella, de rodillas en la manta, había un viejo mulato, la cara arrugada como una nuez y con una barba blanca como la alcachofa. Con una mano sosteniba el brazo de la chiquilla y con la otra le ofrecía una copa de vino. Esto lo vide de una sola mirada, y entonces tuitos miraron pa arriba a la hendija como si supieran que alguien los estaba aguaitando. Me eché atrás asustao y cal al suelo ¡pataplum! Entonces oí que se reiban, pero no me atreví a mirarlos otra vez. Llevé mi recao al otro lao de la pieza y me senté a esperar la mañana. La plática y las risas duraron unas dos horas más; entonces poco a poco dejaron de oirse; la luz desapareció de las hendijas y todo quedó a escuras y en silencio. Naides salió,’ y por último, vencido por el sueño, me quedé dormido. Era de día cuando desperté. Me levanté y di una güelta a la tapera y encontrando una rajadura en el adobe, me asomé pa dentro de la pieza de la bruja. Se vía lo mesmito que la noche antes; ay estaba la olla y el montón de cenizas, y en el rincón estaba echada la bruta de mujer engüelta en sus cueros. Después de eso monté mi caballo y me juí. ¡Quiera Dios que nunca jamás tenga otra vez una esperencia como la de aquella noche!

sábado, 9 de octubre de 2010

viernes, 8 de octubre de 2010

Un sol, Alfonsina Storni




Mi corazón es como un dios sin lengua,
Mudo se está a la espera del milagro,
He amado mucho, todo amor fue magro,
Que todo amor lo conocí con mengua.

He amado hasta llorar, hasta morirme.
Amé hasta odiar, amé hasta la locura,
Pero yo espero algún amor natura
Capaz de renovarme y redimirme.

Amor que fructifique mi desierto
Y me haga brotar ramas sensitivas,
Soy una selva de raíces vivas,
Sólo el follaje suele estarse muerto.

¿En dónde está quien mi deseo alienta?
¿Me empobreció a sus ojos el ramaje?
Vulgar estorbo, pálido follaje
Distinto al tronco fiel que lo alimenta.

¿En dónde está el espíritu sombrío
De cuya opacidad brote la llama?
Ah, si mis mundos con su amor inflama
Yo seré incontenible como un río.

¿En dónde está el que con su amor me envuelva?
Ha de traer su gran verdad sabida...
Hielo y más hielo recogí en la vida:
Yo necesito un sol que me disuelva.

domingo, 3 de octubre de 2010

Fragmento, Ana Ajmátova




Me pareció que las llamas de tus ojos
volarían conmigo hasta el alba.
No pude entender el color,
de tus ojos extraños.
Todo alrededor palpitaba
nunca supe si eras mi enemigo, o mi amigo,
y si ahora era invierno o verano.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Poema 5, Pablo Neruda


Hoy me ha estado rondando la frase "sangre de viejas súplicas", junto con el ritmo en que está dicha dentro del poema de este gigante, que hace que no se olvide.
Junto a estas líneas un paisaje de su querido Chile.


Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.

Collar, cascabel ebrio
para tus manos suaves como las uvas.

Y las miro lejanas mis palabras.
Más que mías son tuyas.
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.

Ellas trepan así por las paredes húmedas.
Eres tú la culpable de este juego sangriento.

Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
Todo lo llenas tú, todo lo llenas.

Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.

Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú las oigas como quiero que me oigas.

El viento de la angustia aún las suele arrastrar.
Huracanes de sueños aún a veces las tumban.

Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.
Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.
Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.

Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.
Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.

Voy haciendo de todas un collar infinito
para tus blancas manos, suaves como las uvas.

lunes, 27 de septiembre de 2010

He tratado de reunir..., Juan Manuel Inchauspe




He tratado de reunir pacientemente
algunas palabras. De abrazar en el aire
aquello que escapa de mí
a morir entre los dientes del caos.
Por eso no pidan palabras seguras
no pidan tibias y envolventes vainas llevando
en la noche la promesa de una tierra sin páramos.
Hemos vivido entre las cosas que el frío enmudece.
Conocemos esa mudez. Y para quien
se acerque a estos lugares hay un chasquido
de látigo en la noche
y un lomo de caballo que resiste.

domingo, 26 de septiembre de 2010

sábado, 25 de septiembre de 2010

Te Quiero, Mario Benedetti




Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro

tu boca que es tuya y mía
tu boca no se equivoca
te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero

y porque amor no es aureola
ni cándida moraleja
y porque somos pareja
que sabe que no está sola

te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Diana, Juan L. Ortiz




Tenías una pureza tal
de líneas,
que emocionabas.
¿Desde dónde venían
tu fuerte pecho,
tus remos finos,
tus nervios vibrantes,
y esos ojos sesgados,
húmedos de una inteligencia
casi humana?

¿Desde dónde tus gentiles actitudes,
esa manera tuya, aguzada, de echarte,
y ese silencio,
y esa suavidad felinos,
acaso llenos de visiones,
que ennoblecían las alfombras,
y daban la inquietud de un alma,
un alma gótica encarnada en ti?

Oh, ya hubieran querido muchos hombres
tu auténtica aristocracia.
Fuerza contenida
que raras veces temblaba
en tu latido profundo.

Y eras a la vez humilde y tímida,
y sensitiva,
lo que no impedía que te disparases con impulso heroico
cuando tu instinto se abría como una fiesta sobre el campo.

Recuerdo, recuerdo...
¿Qué compañía mas discreta que la tuya?
En el atardecer
íbamos
a la orilla del río.
La cabeza baja,
apenas si pisabas.
Yo casi no respiraba.
Oh, vuelos últimos en la palidez hechizada!
Yo me sentaba en la barranca.
Tú te tendías a mi lado,
el hocico hacia el río,
esculpido en un gesto de caza hacia las estrellas del abismo.
¿Era hacia las llamas tímidas del abismo?

Temblaba tu hocico,
me mirabas,
y caías de nuevo en el éxtasis.
Acaso, al fin, eran tu presa
las imágenes
con que yo volvía luego:
tímidas, asustadizas,
de piel suave,
pero de mirada pura,
como la de tus liebres, oh Diana,
ida ya para siempre,
con mucho de mi alma y de mi casa.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Cuando las mujeres se juntan alrededor “del fuego” , Simone Seija Paseyro



Alguien me dijo que no es casual…que desde siempre las elegimos. Que las encontramos en el camino de la vida, nos reconocemos y sabemos que en algún lugar de la historia de los mundos fuimos del mismo clan. Pasan las décadas y al volver a recorrer los ríos esos cauces, tengo muy presentes las cualidades que las trajeron a mi tierra personal.
Valientes, reidoras y con labia. Capaces de pasar horas enteras escuchando, muriéndose de risa, consolando. Arquitectas de sueños, hacedoras de planes, ingenieras de la cocina, cantautoras de canciones de cuna.

Cuando las cabezas de las mujeres se juntan alrededor de “un fuego”, nacen fuerzas, crecen magias, arden brasas, que gozan, festejan, curan, recomponen, inventan, crean, unen, desunen, entierran, dan vida, rezongan, se conduelen.

Ese fuego puede ser la mesa de un bar, las idas para afuera en vacaciones, el patio de un colegio, el galpón donde jugábamos en la infancia, el living de una casa, el corredor de una facultad, un mate en el parque, la señal de alarma de que alguna nos necesita o ese tesoro incalculable que son las quedadas a dormir en la casa de las otras.

Las de adolescentes después de un baile, o para preparar un exámen, o para cerrar una noche de cine. Las de “veníte el sábado” porque no hay nada mejor que hacer en el mundo que escuchar música, y hablar, hablar y hablar hasta cansarse. Las de adultas, a veces para asilar en nuestras almas a una con desesperanza en los ojos, y entonces nos desdoblamos en abrazos, en mimos, en palabras, para recordarle que siempre hay un mañana. A veces para compartir, departir, construir, sin excusas, solo por las meras ganas.
El futuro en un tiempo no existía. Cualquiera mayor de 25 era de una vejez no imaginada…y sin embargo…detrás de cada una de nosotras, nuestros ojos.
Cambiamos. Crecimos. Nos dolimos. Parimos hijos. Enterramos muertos. Amamos. Fuimos y somos amadas. Dejamos y nos dejaron. Nos enojamos para toda la vida, para descubrir que toda la vida es mucho y no valía la pena. Cuidamos y en el mejor de los casos nos dejamos cuidar.

Nos casamos, nos juntamos, nos divorciamos. O no.

Creímos morirnos muchas veces, y encontramos en algún lugar la fuerza de seguir. Bailamos con un hombre, pero la danza más lograda la hicimos para nuestros hijos al enseñarles a caminar.

Pasamos noches en blanco, noches en negro, noches en rojo, noches de luz y de sombras. Noches de miles de estrellas y noches desangeladas. Hicimos el amor, y cuando correspondió, también la guerra. Nos entregamos. Nos protegimos. Fuimos heridas e inevitablemente, herimos.

Entonces…los cuerpos dieron cuenta de esas lides, pero todas mantuvimos intacta la mirada. La que nos define, la que nos hace saber que ahí estamos, que seguimos estando y nunca dejamos de estar.

Porque juntas construimos nuestros propios cimientos, en tiempos donde nuestro edificio recién se empezaba a erigir.
Somos más sabias, más hermosas, más completas, más plenas, más dulces, más risueñas y por suerte, de alguna manera, más salvajes.

Y en aquel tiempo también lo éramos, sólo que no lo sabíamos. Hoy somos todas espejos de las unas, y al vernos reflejadas en esta danza cotidiana, me emociono.

Porque cuando las cabezas de las mujeres se juntan alrededor “del fuego” que deciden avivar con su presencia, hay fiesta, hay aquelarre, misterio, tormenta, centellas y armonía. Como siempre. Como nunca. Como toda la vida.

Para todas las brasas de mi vida, las que arden desde hace tanto, y las que recién se suman al fogón.

martes, 7 de septiembre de 2010

Only time, Enya

Diátriba contra el deportista, Don Rigoberto (Vargas Llosa)




Entiendo que usted corre tabla hawaiana en las encrespadas olas del Pacífico en el verano, en los inviernos se desliza en esquí por las pistas chilenas de Portillo y las argentinas de Bariloche (ya que los Andes peruanos no permiten esas rosqueterías), suda todas las mañanas en el gimnasio haciendo aeróbicos, o corriendo en pistas de atletismo, o por parques y calles, ceñido en un buzo térmico que le frunce el culo y la barriga como los corsés de antaño asfixiaban a nuestras abuelas, y no se pierde partido de la selección nacional, ni el clásico Alianza Lima versus Universitario de Deportes, ni campeonato de boxeo por el título sudamericano, latinoamericano, estadounidense, europeo o mundial, ocasiones en que, atornillado frente a la pantalla del televisor y amenizando el espectáculo con tragos de cerveza, cubalibres o whisky a las rocas, se desgañita, congestiona, aúlla, gesticula o deprime con las victorias o fracasos de sus ídolos, como corresponde al hincha antonomásico). Razones sobradas, señor, para que yo confirme mis peores sospechas sobre el mundo en que vivimos y lo tenga a usted por un descerebrado, cacaseno y subnormal. (Uso la primera y la tercera expresión como metáforas; la del medio, en sentido literal.)
Sí, efectivamente, en su atrofiado intelecto se ha hecho la luz: tengo a la práctica de los deportes en general, y al culto de la práctica de los deportes en particular, por formas extremas de la imbecilidad que acercan al ser humano al carnero, las ocas y la hormiga, tres instancias agravadas del gregarismo animal. Calme usted sus ansias cachascanistas de triturarme, y escuche, ya hablaremos de los griegos y del hipócrita mens sana in corpore sano dentro de un momento. Antes, debo decirle que los únicos deportes a los que exonero de la picota son los de mesa (excluido el ping-pong) y de cama (incluida, por supuesto, la masturbación). A los otros, la cultura contemporánea los ha convertido en obstáculos para el desenvolvimiento del espíritu, la sensibilidad y la imaginación (y, por tanto, del placer). Pero, sobre todo, de la conciencia y la libertad individual. Nada ha contribuido tanto en este tiempo, más aún que las ideologías y religiones, a promover el despreciable hombre-masa, el robot de condicionados reflejos, a la resurrección de la cultura del primate de tatuaje y taparrabos emboscados detrás de la fachada de la modernidad, como la divinización de los ejercicios y juegos físicos operada por la sociedad de nuestros días.
Ahora, podemos hablar de los griegos, para que no me joda más con Platón y Aristóteles. Pero, le prevengo, el espectáculo de los efebos atenienses untándose de ungüentos en el Gymnasium antes de medir su destreza física, o lanzando el disco y la jabalina bajo el purísimo azul del cielo egeo, no vendrá en su ayuda sino a hundirlo más en la ignominia, bobalicón de músculos endurecidos a expensas de su caudal de testosterona y desplome de su IQ. Sólo los pelotazos del fútbol o los puñetazos del boxeo o las ruedas autistas del ciclismo y la prematura demencia senil (¿además de la merma sexual, incontinencia e impotencia?) que ellos suelen provocar, explica la pretensión de establecer una línea de continuidad entre los entunicados fedros de Platón frotándose de resinas después de sus sensuales y filosóficas demostraciones físicas, y las hordas beodas que rugen en las tribunas de los estadios modernos (antes de incendiarlas) en los partidos de fútbol contemporáneos, donde veintidós payasos desindividualizados por uniformes de colorines, agitándose en el rectángulo de césped detrás de una pelota, sirven de pretexto para exhibicionismos de irracionalidad colectiva.
El deporte, cuando Platón, era un medio, no un fin, como ha tornado a ser en estos tiempos municipalizados de la vida. Servía para enriquecer el placer de los humanos (el masculino, pues las mujeres no lo practicaban), estimulándolo y prolongándolo con la representación de un cuerpo hermoso, tenso, desgrasado, proporcionado y armonioso, e incitándolo con la calistenia pre-erótica de unos movimientos, posturas, roces, exhibiciones corporales, ejercicios, danzas, tocamientos, que inflamaban los deseos hasta catapultar a participantes y espectadores en el acoplamiento. Que éstos fueran eminentemente homosexuales no añade ni quita coma a mi argumentación, como tampoco que, en el dominio del sexo, el suscrito sea aburridamente ortodoxo y sólo ame a las mujeres —por lo demás, a una sola mujer—, totalmente inapetente para la pederastia activa o pasiva. Entiéndame, no objeto nada de lo que hacen los gays. Celebro que la pasen bien y los apuntalo en sus campañas contra las leyes que los discriminan. No puedo acompañarlos más allá, por una cuestión práctica. Nada relativo al quevedesco «ojo del culo» me divierte. La Naturaleza, o Dios, si existe y pierde su tiempo en estas cosas, ha hecho de ese secreto ojal el orificio más sensible de todos los que me horadan. El supositorio lo hiere y el vitoque de la lavativa lo ensangrienta (me lo introdujeron una vez, en período de constipación empecinada, y fue terrible) de modo que la idea de que haya bípedos a los que entretenga alojar allí un cilindro viril me produce una espantada admiración. Estoy seguro de que, en mi caso, además de alaridos, experimentaría un verdadero cataclismo psicosomático con la inserción, en el delicado conducto de marras, de una verga viva, aun siendo ésta de pigmeo. El único puñete que he dado en mi vida lo encajó un médico que, sin prevenirme y con el pretexto de averiguar si tenía apendicitis, intentó sobre mi persona una tortura camuflada con la etiqueta científica de «tacto rectal». Pese a ello, estoy teóricamente a favor de que los seres humanos hagan el amor al derecho o al revés, solos o por parejas o en promiscuos contubernios colectivos (ajjjj), de que los hombres copulen con hombres y las mujeres con mujeres y ambos con patos, perros, sandías, plátanos o melones y todas las asquerosidades imaginables si las hacen de común acuerdo y en pos del placer, no de la reproducción, accidente del sexo al que cabe resignarse como a un mal menor, pero de ninguna manera santificar como justificación de la fiesta carnal (esta imbecilidad de la Iglesia me exaspera tanto como un match de básquet). Retomando el hilo perdido, aquella imagen de los vejetes helenos, sabios filósofos, augustos legisladores, aguerridos generales o sumos sacerdotes yendo a los gimnasios a desentumecer su libido con la visión de los jóvenes discóbolos, luchadores, marathonistas o jabalinistas, me conmueve. Ese género de deporte, Celestino del deseo, lo condono y no vacilaría en practicarlo, si mi salud, edad, sentido del ridículo y disponibilidad horaria, lo permitieran.
Hay otro caso, más remoto todavía para el ámbito cultural nuestro (no sé por qué lo incluyo a usted en esa confraternidad, ya que a fuerza de patadones y cabezazos futboleros, sudores ciclísticos o contrasuelazos de karateca se ha excluido de ella) en que el deporte tiene también cierta disculpa. Cuando, practicándolo, el ser humano trasciende su condición animal, toca lo sagrado y se eleva a un plano de intensa espiritualidad. Si se empeña en que usemos la arriesgada palabra «mística», sea. Obviamente, esos casos, ya muy raros, de los que es exótica reminiscencia el sacrificado luchador de sumo japonés, cebado desde niño con una feroz sopa vegetariana que lo elefantiza y condena a morir con el corazón reventado antes de los cuarenta y a pasarse la vida tratando de no ser expulsado por otra montaña de carne como él fuera del pequeño círculo mágico en el que está confinada su vida, son inasimilables a los de esos ídolos de pacotilla que la sociedad posindustrial llama «mártires del deporte». ¿Dónde está el heroísmo en hacerse mazamorra al volante de un bólido con motores que hacen el trabajo por el humano o en retroceder de ser pensante a débil mental de sesos y testículos apachurrados por la práctica de atajar o meter goles a destajo, para que unas muchedumbres insanas se desexualicen con eyaculaciones de egolatría colectivista a cada tanto marcado? Al hombre actual, los ejercicios y competencias físicas llamadas deportes, no lo acercan a lo sagrado y religioso, lo apartan del espíritu y lo embrutecen, saciando sus instintos más innobles: la vocación tribal, el ma-chismo, la voluntad de dominio, la disolución del yo individual en lo amorfo gregario.
No conozco mentira más abyecta que la expresión con que se alecciona a los niños: «Mente sana en cuerpo sano». ¿Quién ha dicho que una mente sana es un ideal deseable? «Sana» quiere decir, en este caso, tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por los estereotipos de la moral establecida y la religión oficial. ¿Mente «sana», eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara. Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, una mente «sucia», malos pensamientos, floración de imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido y a renovar lo conocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga.
Ahora bien, tampoco es cierto que la práctica de los deportes en nuestra época cree mentes sanas en el sentido banal del término. Ocurre lo contrario, y lo sabes mejor que nadie, tú, que, por ganar los cien metros planos del domingo, meterías arsénico y cianuro en la sopa de tu competidor y te tragarías todos los estupefacientes vegetales, químicos o mágicos que te garanticen la victoria, y corromperías a los arbitros o los chantajearías, urdirías conjuras médicas o legales que descalificaran a tus adversarios, y que vives neurotizado por la fijación en la victoria, el récord, la medalla, el podium, algo que ha hecho de ti, deportista profesional, una bestia mediática, un antisocial, un nervioso, un histérico, un psicópata, en el polo opuesto de ese ser sociable, generoso, altruista, «sano», al que quiere aludir el imbécil que se atreve todavía a emplear la expresión «espíritu deportivo» en el sentido de noble atleta cargado de virtudes civiles, cuando lo que se agazapa tras ella es un asesino potencial dispuesto a exterminar arbitros, achicharrar a todos los fanáticos del otro equipo, devastar los estadios y ciudades que los albergan y provocar el apocalíptico final, ni siquiera por el elevado propósito artístico que presidió el incendio de Roma por el poeta Nerón, sino para que su Club cargue una copa de falsa plata o ver a sus once ídolos subidos en un podio, flamantes de ridículo en sus calzones y camisetas rayadas, las manos en el pecho y los ojos encandilados ¡cantando un himno nacional!

domingo, 5 de septiembre de 2010

Ana Perichón, Rogelio Alaníz




Me llamo Ana Perichon, pero quienes me amaron y me odiaron me decían perichona.
Fui la mujer a quien las chismosas le dedicaron más tiempo, en esta ciudad donde lo que sobra es el tiempo.
Me atribuyeron todos los pecados que puede cometer una mujer.
Nunca se privaron de decir lo que pensaban y siempre lo hicieron a mis espaldas.
Dijeron que era una loba una perra y una hiena.
Yo me reía. Inútil decirles que jamás corrí detrás de un hombre.
Nunca lo hice, siempre fueron ellos los que corrieron detrás de mí.
Yo los dejaba hacer; me divertían sus esfuerzos por ser galanes.
Me divertían y me daban vergüenza.
Eran tan vulgares, tan predecibles.
Santiago fue otra cosa. Una mujer siempre sabe cuando está frente al hombre que importa. Yo lo supe.
Santiago tenía los ojos azules, y descubrí que era marinero antes de que me lo dijera. Solo los marinos tienen esos ojos como bañados en sal y algo desteñidos por el sol.
Cuando lo conocí lo primero que me dije fué que ese hombre sería mío.
No era perfecto, pero una mujer como yo, nunca se enamora de un hombre perfecto.
Santiago era fanfarrón y mujeriego, pero también generoso y valiente.
Yo lo amé. Lo tuve en mis brazos y lo protegí hasta donde pude, o hasta donde me dejaron.
Fui su novia su mujer y su amante, y en algún momento su madre.
Lo amé siempre, en la victoria y en la derrota; en la felicidad y en la tristeza. No se puede ni se debe amar de otra manera. Lo digo sin vanidad, pero también sin vergüenza.
Fuí la amante de Liniers, el conde de Buenos Aires. Él fue mi conde y yo su reina.
Yo, Ana Perichón; la perichona. Fui la que arrojé mi pañuelo bordado desde el balcón de mi casa.
Fué una mañana de sol; una de esas mañanas en que la luz parece estar suspendida en el aire.
Toda Buenos Aires estaba en la calle agasajando a los soldados. Cuando evoco aquellas horas juraría que los únicos habitantes de la ciudad éramos él y yo. Yo en el balcón, y él montado en su caballo.
A mi pañuelo él lo recogió del suelo con su espada y me saludó con su sombrero. El caballero que me rendía honores había derrotado a los ingleses y era el hombre más querido de Buenos Aires.
Las chismosas dijeron que era una ramera. Dijeron que me excitaba más el escándalo que el amor. Dijeron que era ambiciosa y perversa. Ellas, plantas resecas, almas negras; incapaces de amar y ser amadas.
Santiago dormía en mi casa; vivía en el fuerte pero dormía en mi cama.
-¿Por qué no se casan?- murmuraban las comadres. Nunca es tarde para casarse con la gloria, le dijo Santiago a su asistente. No se equivocaba; yo fui su gloria y su derrota, porque el amor, el verdadero amor es siempre una gloria y una derrota.
Su corazón, su hermoso gallardo corazón fue destrozado por las balas disparadas por hombres que aprendieron a ser hombres a su lado.
Yo ya no estaba con él pero hice lo que pude para salvarlo; el destino y los dioses no lo quisieron.
Cuando lo mataron, abandoné la ciudad y me fui a vivir a una chacra. Dijeron que me habían castigado, tonterías. Ellos me perdonaron, pero yo nunca los perdoné a ellos.
Me propuse no regresar jamás y no dejar ninguna huella. Antes de irme rompí mi último retrato, no quise que quedara ningún recuerdo mío. Ni de mis ojos que hechizaron a los hombres, ni de mis cabellos oscuros, ni de mi sonrisa insinuante y atrevida.
Yo sé (las mujeres estas cosas siempre las sabemos) que antes de morir el último pensamiento de Santiago fue para mí.
Decidí que esa imagen que se le presentó un segundo antes de su muerte fuera la única, la última, la exclusiva.
Rompí todas las cartas y todos los retratos y me fui al campo a esperar la llegada de la noche.

lunes, 30 de agosto de 2010

Pasas con tanta maravilla, Raúl Gustavo Aguirre



Pasas con tanta maravilla, como viéndote,
haciéndole al mirar tanta hermosura,
tanta alegría al mundo, tanto ruido
al vivir, que la calle es una fiesta
sólo porque tú pasas
dejando rápidas banderas
entre las ramas encendidas,
deshechos laberintos,
ventanas rotas de no estar abiertas.

El sol te adora, la sombra te completa
Viéndote se comprende por qué cantan los pájaros
por qué es azul el cielo, por qué es azul el mar.
Tú atraviesas el tiempo, la sed, la nada el fuego,
los grandes cataclismos, los desiertos sin fin,
tú que sin comprender seguirás siendo bella.

domingo, 29 de agosto de 2010

Carreras, Alejandro Dolina



La teoría según la cual todos los objetos del universo se influyen mutuamente, aun más allá de la casualidad y el silogismo, ha sido sostenida por muchas civilizaciones.

Se sabe que la vivión de un meteorito asegura el cumplimiento de un anhelo. La incompetencia de los emperadores chinos produce terremotos. el futuro imprime advertencias en las entrañas de las aves.

La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el mundo.

Yo, desde chico, he participado - sin admitirlo - de estas convicciones. Con toda frecuencia, me imponía sencillas maniobras y preveía unas módicas sanciones para el caso de su incumplimiento. Antes de acostarme, cerraba las puertas de los roperos, sabiendo que si no lo hacía debería soportar pesadillas. bajaba de la cama con el pie derecho. Evitaba pisar baldosas celestes. Al interrumpir la lectura, cuidaba de hacerlo en una palabra terminada en ese.

Los castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero después empecé a jugar fuerte. Si me cortaba las uñas por las noches, mi madre moriría; si hablaba con un japonés, quedaría mudo; si no alcanzaba a tocar las ramas de algunos árboles, dejaría de caminar para siempre.

Este repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al llega a mi adolescencia, mi vida transcurría en medio de una intrincada red de obligaciones y prohibiciones, a menudo contradictorias.

Todo se hizo más simple - más dramático - cuando descubrí las carreras secretas.

Describiré sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una persona de caminar ágil y proponerse alcanzarla antes de llegar a un punto establecido. Está rigurosamente prohibido correr.

Antes del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas y penalidades; si llego a la esquina antes que el pelado, aprobaré el examen de lingüística.

Durante largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una ventaja decisiva: mis adversarios no estaba enterados de su participación y por lo tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve premios fabulosos. En Constitución, me aseguré vivir más de noventa años. En la calle Solis, garanticé la prosperidad de mis familiares y amigos. En el subterráneo de Palermo, por escaso margen, logré que dios existiera.

Tantas victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía rivales más difíciles de alcanzar. Cada vez los castigos que me prometía eran más horrorosos.

Una tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un marinero que marchaba a unos veinte pasos delante de mí. Me hice el propósito de alcanzarlo antes de la puerta del andén.

Con el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del aburrimiento, resolví jugármelo todo. Una vida feliz, si ganaba. Una existencia mezquina, si perdía. Y como una compadreada final, me vacié los bolsillos: aposté el amor de la mujer deseada.

Apuré la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que el joven me llevaba. Las dificultades comenzaron pronto: un familión me cerró el camino y perdí unos segundos preciosos. Al borde del ridículo, ensayé el más veloz de los pasos gimnásticos. El infierno me envió unos changadores en sentido contrario. Después tuve que eludir a unas colegialas que se divertían empujándose. La carrera estaba difícil, tuve miedo.

Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del marinero.

Lo miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y no estaba dispuesto a dejarse vencer. Había en sus ojos un desafío y una determinación que me llenaron de espanto.

En los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos permiso a los gritos y sin el menor pudor, empujábamos a cualquiera. Pensé en la mujer que amaba y estuve al borde del sollozo. En el último instante, cuando ya parecía perdido, una reserva misteriosa de fortaleza y valor me permitió cruzar la puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.

Sentí alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis sueños amorosos empezarían a cumplirse. No pude reprimir un ademán de victoria. Alcé los brazos y miré al cielo. Después, como en un gesto de cortesía, busqué al marinero. Lo que vi me llenó de perplejidad. También él festejaba con unos saltitos ridículos. Por un instante nos miramos y hubo entre nosotros un no expresado litigio.

Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin embargo, yo estaba seguro de haberle sacado, al menos, una baldosa.

Entonces dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el procedimiento legal en estos casos? Desde luego, no me atreví a con el marinero. Me alejé confundido y pensé que pronto conocería el veredicto. Una vida dichosa, un amor correspondido, darían fe de mi triunfo. La suerte aciaga, el rechazo terco, me harían comprender la derrota.

Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella carrera. Muchas veces fui afortunado, muchas otras conocí la desdicha.

La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó sucesivamente.

Todas las noches pienso en buscar a aquel marinero y preguntarle cómo lo trata la suerte. Solamente él tiene la respuesta acerca de la exacta naturaleza de mi destino. Quizá, en alguna parte, también él me esté buscando.

Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos me han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos en carreras secretas.

Ir al comienzo Ir al buzón de chat