martes, 29 de junio de 2010
lunes, 28 de junio de 2010
Cartas, Herman Hesse
21 de julio de 1930.
… Le envío a usted con esta carta, en respuesta a su saludo, un dibujillo que he pintado sobre papel en estos días pasados (dibujar y pintar son mi modo mejor de descansar); el cuadrito desea decirle a usted que la inocencia de la Naturaleza, la vibración de un par de colores, pueden crear dentro de nosotros, y en cualquier hora, una libertad y una fe renovadas, aun en medio de una vida ardua y llena de problemas.
Poco puedo responder a sus preguntas y me permito rogarla que no me fuerce usted a un intercambio epistolar; esta carta de hoy es una excepción.
Me parece que usted plantea equivocadamente las preguntas. No debería preguntar: "¿Son acertadas mi forma y mi sentido de la vida?", porque para esto no hay respuesta posible, ya que toda forma de vida es tan acertada como otra cualquiera, y todas ellas son un pedazo de la vida misma. Antes, al contrario, debería usted preguntar: "Ya que soy tal y como soy, ya que llevo dentro de mí estas exigencias y problemas, que al parecer desconocen por entero otras personas, ¿qué debo hacer para soportar la vida y hacer de ella, en la medida de lo posible, algo hermoso?" Y la respuesta sería, más o menos, esta, si de veras escucha usted la voz más recóndita e íntima: "Como eres así, y no de otro modo, no debes ni envidiar ni despreciar a los demás por su distinto modo de ser, y no debes preguntar por la rectitud o acierto de tu propio ser, sino aceptar a tu alma y a sus exigencias lo mismo que aceptas tu cuerpo, tu nombre, tu origen, etc.: como algo dado, inevitable, que es preciso aceptar sin más y defender aunque todo el mundo estuviese en contra."
No sé más. No conozco sabiduría alguna capaz de hacerme más fácil o llevadera la vida. La vida no es fácil, jamás lo es; pero séalo o no, nunca debemos preguntar por ello. O bien tenemos que entregarnos a la desesperación, cosa que es libre para cualquiera, o debemos comportarnos como las personas aparentemente sanas y discretas, aparentemente faltas de problemas y de alma; debemos intentar, por todos los medios, aceptar nuestra naturaleza como la única acertada y justa, conceder a nuestra alma todos los derechos.
He aquí que estoy dando consejos, y en rigor no creo en su valor. De ellos usted aceptará lo que consienta su propia naturaleza, ni más ni menos. Nada podemos hacer por cambiarnos. Pero seremos tanto más fuertes cuanto más aceptemos y reconozcamos la vida, cuanto más identificados estemos en nuestro interior con aquello que nos ocurre desde fuera de nosotros mismos. Adiós.
Pintura de Herman Hesse.
Georges de la Tour
jueves, 24 de junio de 2010
Nuestra amiga copia, Luis
Pues aunque parezca mentira, el único crimen necesario es la generosidad.
¿La generosidad de compartir lo que no nos pertenece?
No, de compartir lo que hemos descubierto y que no puede tener un dueño, solo tiene autor.
Un descubrimiento, una melodía, el conjunto de palabras que conforman un libro, o de imágenes que forman una película son de quien las oye, las vé o las lee. aunque tengan un autor, este no es dueño de ellas, al punto de prohibir que estas se copien con el fin de compartirse.
Pequeñas Alegrías, Yeats
Mi año cincuenta vino y se fue
Me quedé sentado, hombre solitario en un local de Londres, abarrotado
con un libro abierto y una taza vacía sobre el mármol de la mesa
Mientras en el local y la calle
vislumbré mi cuerpo en una llama repentina
y veinte minutos más o menos
pareció tan grande mi felicidad
que estaba bendito y podía bendecir.
Me quedé sentado, hombre solitario en un local de Londres, abarrotado
con un libro abierto y una taza vacía sobre el mármol de la mesa
Mientras en el local y la calle
vislumbré mi cuerpo en una llama repentina
y veinte minutos más o menos
pareció tan grande mi felicidad
que estaba bendito y podía bendecir.
martes, 22 de junio de 2010
Yo quisiera, Iyad Ben Ahmed
Yo quisiera que encontraras
en mis ojos, todas las respuestas
que no te sé decir.
Yo quisiera no precisar de palabras,
para que comprendieras
todos mis pensamientos.
Yo quisiera que tengas la total
seguridad, que siempre, y
como sea a tu lado estaré.
Yo quisiera que buscaras dentro mío,
todo lo que todavía
no he podido encontrar.
Yo quisiera que estuvieras
realmente segura, que eres
todo para mí.
Yo quisiera que todo
mi ser no tuviera
un solo secreto para tí.
Yo quisiera muchas cosas, pero,
resumiendo yo sólo quiero:
que tú me quieras.
en mis ojos, todas las respuestas
que no te sé decir.
Yo quisiera no precisar de palabras,
para que comprendieras
todos mis pensamientos.
Yo quisiera que tengas la total
seguridad, que siempre, y
como sea a tu lado estaré.
Yo quisiera que buscaras dentro mío,
todo lo que todavía
no he podido encontrar.
Yo quisiera que estuvieras
realmente segura, que eres
todo para mí.
Yo quisiera que todo
mi ser no tuviera
un solo secreto para tí.
Yo quisiera muchas cosas, pero,
resumiendo yo sólo quiero:
que tú me quieras.
viernes, 18 de junio de 2010
miércoles, 16 de junio de 2010
Autores, Voltaire
Autor es una palabra genérica que, como los nombres de las demás profesiones, puede significar bueno y malo, respetable o ridículo, útil y agradable o inútil y fastidioso. Esa palabra es tan genérica que tiene aplicaciones diferentes, pues lo mismo se dice el autor de la naturaleza, que el autor de las canciones del Puente Nuevo y que el autor del Año literario.
Creemos que el autor de una buena obra debe andar con pies de plomo respecto al título, a la dedicatoria y al prólogo. Los demás autores deben abstenerse de escribir. Respecto al título, si tras él tiene afán por poner su nombre, lo que a veces es peligroso, debe escribirlo en forma modesta; no nos gusta que en una obra pía, que debe dar lecciones de humildad, al nombre del autor se añadan los calificativos de consejero del rey, obispo, conde, etc. El lector, que casi siempre es maligno y muchas veces se fastidia leyendo la obra, se complace en ridiculizar el libro que se anuncia con énfasis y en seguida recordamos que el autor de la Imitación de Cristo ni siquiera firmó la obra.
Se me objetará que los apóstoles ponían su nombre en las obras, pero no es verdad; eran excesivamente modestos. El apóstol Mateo nunca tituló su libro Evangelio de San Mateo; eso fue un homenaje que le rindieron después. San Lucas, que recopiló todo lo que oyó decir y que dedicó su libro a Teófilo, tampoco lo tituló Evangelio de San Lucas. Sólo Juan se nombra a sí mismo en el Apocalipsis, lo que hace sospechar que Cerinto compuso ese libro y tomó el nombre de Juan para darle más autoridad.
Pero aparte lo que acaeció en siglos pasados, me parece osadía en el siglo XVIII poner el nombre y títulos del autor al frente de los libros. Esto es lo que hacen los obispos, y en los gruesos volúmenes que publican con el título de Mandamientos imprimen además su escudo de armas; a continuación, escriben algunos párrafos llenos de humildad cristiana, seguidos algunas veces de injurias atroces contra los que pertenecen a otra confesión religiosa o partido. Esto en cuanto a autores religiosos. Referente a los autores profanos, también podemos decir que ocurre lo mismo; por ejemplo, el duque de La Rochefoucauld publicó la colección de sus Pensamientos recordando que los había escrito Monseñor el duque de La Rochefoucauld, par de Francia, etc.
Sabido es que en Inglaterra la mayor parte de las dedicatorias se pagan, y los autores hacen como los capuchinos en Francia, que nos regalan hortalizas con el fin de que les hagan donativos. Los hombres de letras franceses desconocemos hasta hoy ese rebajamiento y siempre fueron más dignos, si exceptuamos a los malhadados que se llaman escritores a sí mismos y son como los pintores de brocha gorda, que se jactan de ejercer la profesión de Rafael, y como el cochero de Vestamont, que creía ser poeta.
Los prólogos tienen otro inconveniente. El yo es despreciable, decía Pascal. Ocúpate de ti mismo lo menos que puedas, porque el lector tiene tanto amor propio como el autor y no perdona que quieras obligarle a que te aprecie. El libro debe recomendarse por sí mismo cuando llega a abrirse paso. Nunca digas: «mi comedia fue honrada con tantos aplausos que me creo dispensado de contestar a mis adversarios», porque como es falso lo de los aplausos, nadie se acuerda de tu obra. «Algunos críticos censuran que haya excesivo enredo en el acto tercero y que la princesa descubra demasiado tarde, en el cuarto acto, el tierno sentimiento que le inspira su amante, pero a esa censura respondo que...» No respondas, amigo, porque nadie se ha ocupado en juzgar a la princesa de tu comedia que ha fracasado porque ha fastidiado al público, está mal escrita, tu prólogo es una especie de responso que cantas a la muerta, y con él no lograrás resucitarla. Algunos proclaman ante la faz de Europa que no se han comprendido los sistemas que desarrollan. Otros autores dan a la luz insulsas novelas copiadas de otras antiguas, sistemas nuevos fundados en remotas utopías o historietas sacadas de las historias generales.
Quien desee escribir un libro debe procurar que sea nuevo y útil, o por lo menos agradable. Hay muchos autores que escriben para vivir, y muchos críticos que lo satirizan también con la idea de ganarse el pan Los verdaderos autores son los que adquieren reputación en el arte, en la epopeya, en la tragedia, la comedia, la historia o la filosofía; los que enseñan y deleitan a los hombres. Los demás son, entre la gente de letras, lo que los zánganos entre las abejas.
Los autores de los libros más voluminosos de Francia han sido los directores generales de Hacienda. Pueden formarse diez tomos muy gruesos de sus declaraciones, desde el reinado de Luis XIV hasta el de Luis XVI. Los parlamentos han criticado algunas veces esos mamotretos al encontrar en ellos contradicciones y proposiciones erróneas. Nunca ha habido un autor bueno a quien alguien no haya censurado.
Creemos que el autor de una buena obra debe andar con pies de plomo respecto al título, a la dedicatoria y al prólogo. Los demás autores deben abstenerse de escribir. Respecto al título, si tras él tiene afán por poner su nombre, lo que a veces es peligroso, debe escribirlo en forma modesta; no nos gusta que en una obra pía, que debe dar lecciones de humildad, al nombre del autor se añadan los calificativos de consejero del rey, obispo, conde, etc. El lector, que casi siempre es maligno y muchas veces se fastidia leyendo la obra, se complace en ridiculizar el libro que se anuncia con énfasis y en seguida recordamos que el autor de la Imitación de Cristo ni siquiera firmó la obra.
Se me objetará que los apóstoles ponían su nombre en las obras, pero no es verdad; eran excesivamente modestos. El apóstol Mateo nunca tituló su libro Evangelio de San Mateo; eso fue un homenaje que le rindieron después. San Lucas, que recopiló todo lo que oyó decir y que dedicó su libro a Teófilo, tampoco lo tituló Evangelio de San Lucas. Sólo Juan se nombra a sí mismo en el Apocalipsis, lo que hace sospechar que Cerinto compuso ese libro y tomó el nombre de Juan para darle más autoridad.
Pero aparte lo que acaeció en siglos pasados, me parece osadía en el siglo XVIII poner el nombre y títulos del autor al frente de los libros. Esto es lo que hacen los obispos, y en los gruesos volúmenes que publican con el título de Mandamientos imprimen además su escudo de armas; a continuación, escriben algunos párrafos llenos de humildad cristiana, seguidos algunas veces de injurias atroces contra los que pertenecen a otra confesión religiosa o partido. Esto en cuanto a autores religiosos. Referente a los autores profanos, también podemos decir que ocurre lo mismo; por ejemplo, el duque de La Rochefoucauld publicó la colección de sus Pensamientos recordando que los había escrito Monseñor el duque de La Rochefoucauld, par de Francia, etc.
Sabido es que en Inglaterra la mayor parte de las dedicatorias se pagan, y los autores hacen como los capuchinos en Francia, que nos regalan hortalizas con el fin de que les hagan donativos. Los hombres de letras franceses desconocemos hasta hoy ese rebajamiento y siempre fueron más dignos, si exceptuamos a los malhadados que se llaman escritores a sí mismos y son como los pintores de brocha gorda, que se jactan de ejercer la profesión de Rafael, y como el cochero de Vestamont, que creía ser poeta.
Los prólogos tienen otro inconveniente. El yo es despreciable, decía Pascal. Ocúpate de ti mismo lo menos que puedas, porque el lector tiene tanto amor propio como el autor y no perdona que quieras obligarle a que te aprecie. El libro debe recomendarse por sí mismo cuando llega a abrirse paso. Nunca digas: «mi comedia fue honrada con tantos aplausos que me creo dispensado de contestar a mis adversarios», porque como es falso lo de los aplausos, nadie se acuerda de tu obra. «Algunos críticos censuran que haya excesivo enredo en el acto tercero y que la princesa descubra demasiado tarde, en el cuarto acto, el tierno sentimiento que le inspira su amante, pero a esa censura respondo que...» No respondas, amigo, porque nadie se ha ocupado en juzgar a la princesa de tu comedia que ha fracasado porque ha fastidiado al público, está mal escrita, tu prólogo es una especie de responso que cantas a la muerta, y con él no lograrás resucitarla. Algunos proclaman ante la faz de Europa que no se han comprendido los sistemas que desarrollan. Otros autores dan a la luz insulsas novelas copiadas de otras antiguas, sistemas nuevos fundados en remotas utopías o historietas sacadas de las historias generales.
Quien desee escribir un libro debe procurar que sea nuevo y útil, o por lo menos agradable. Hay muchos autores que escriben para vivir, y muchos críticos que lo satirizan también con la idea de ganarse el pan Los verdaderos autores son los que adquieren reputación en el arte, en la epopeya, en la tragedia, la comedia, la historia o la filosofía; los que enseñan y deleitan a los hombres. Los demás son, entre la gente de letras, lo que los zánganos entre las abejas.
Los autores de los libros más voluminosos de Francia han sido los directores generales de Hacienda. Pueden formarse diez tomos muy gruesos de sus declaraciones, desde el reinado de Luis XIV hasta el de Luis XVI. Los parlamentos han criticado algunas veces esos mamotretos al encontrar en ellos contradicciones y proposiciones erróneas. Nunca ha habido un autor bueno a quien alguien no haya censurado.
lunes, 14 de junio de 2010
Otoño y viento, Luis
hoy he visto una fuente vacía en la plaza de tu pueblo,
las hojas pasaban acariciando su pared descolorida...
unas se pegaban al pequeño charco lodoso que en su fondo había formado la lluvia.
El aire es frío, pero aún me trae los aromas que tanto me conozco.
¿Has vuelto tu alguna vez hasta aquí?
Todo lo que miro me dice que no lo has hecho,
pero sé que puedo estar equivocado.
Los amantes, Cortazar
¿Quién los ve andar por la ciudad
si todos están ciegos ?
Ellos se toman de la mano: algo habla
entre sus dedos, lenguas dulces
lamen la húmeda palma, corren por las falanges,
y arriba está la noche llena de ojos.
viernes, 11 de junio de 2010
Marinette Original y version libre, Brassens y Masliah
Una canción clásica de Brassens y su interpretación traducida y agiornada a los nuevos tiempos de Leo Masliah, a que no conocían la segunda...
jueves, 10 de junio de 2010
Escena de "Lo que queda del día", Kazuo Ishiguro
"- Por favor, enséñeme el libro dijo miss Kenton acercándose más después le dejaré que siga disfrutando de su lectura. A saber qué libro será, que lo esconde usted tanto.
- Miss Kenton, no me importa lo más mínimo que sepa usted el título de este libro. Lo que sí me importa, por una cuestión de principios, es que se presente de este modo y me usurpe los ratos que tengo para estar solo.
- Lo que me pregunto es si se trata de un libro perfectamente respetable o si pretende usted impedir que me escandalice.
Y de pronto, con miss Kenton allí delante, parada frente a mí, algo cambió entre nosotros, fue como si de repente nos encontrásemos en un mundo aparte. Creo que no es fácil describir exactamente lo que intento decir. Sólo sé que a nuestro alrededor todo pareció enmudecer, y tuve la impresión de que la actitud de miss Kenton había sufrido una transformación. Su rostro reflejó una extraña seriedad, y una expresión que me pareció la de una persona asustada.
- Déjeme que vea el libro, por favor.
Avanzó unos pasos y empezó a soltarme lentamente el libro de las manos. Consideré que lo mejor, mientras tanto, era que mirase hacia otro lado, pero al tener su cuerpo tan cerca sólo podía desviar la mirada doblando el cuello de forma muy poco natural. Miss Kenton siguió arrebatándome el libro; levantándome prácticamente un dedo tras otro. Durante todo el proceso, que me pareció larguísimo, conseguí mantener mi postura, y finalmente la oí decir:
- ¡Válgame Dios, mister Stevens! Pero si no es un libro nada escandaloso. No es más que una simple historia de amor."
miércoles, 9 de junio de 2010
La mujer justa, Sándor Márai
Fíjate en ese hombre. Espera, no mires ahora, gírate hacia mí, sigamos charlando. Si mirase hacia aquí podría verme y no quiero que me salude... Ahora sí, ya puedes mirar. ¿Ese bajito y rollizo del abrigo con cuello de garduña? No, qué dices. Es el alto y pálido, el del abrigo negro que está hablando con la dependienta rubia y delgada. Le están envolviendo naranja escarchada. Qué curioso, a mí nunca me compró naranja escarchada.
¿Que qué me ocurre? Nada, querida. Espera, tengo que sonarme la nariz. ¿Se ha ido ya? Avísame cuando se haya ido.
¿Que está pagando? Dime, ¿cómo es su cartera? Fíjate bien, yo no quiero mirar. ¿Es una cartera marrón, de piel de cocodrilo? ¿Sí? Me alegro.
¿Que por qué me alegro? Porque sí. Yo le regalé esa cartera cuando cumplió los cuarenta. De eso hace ya más de diez años. ¿Que si lo quería? Es una pregunta difícil, querida. Sí, creo que lo quería. ¿Todavía está ahí?
¡Por fin se ha ido! Un momento, voy a empolvarme la nariz. ¿Se nota que he llorado? Sé que es una tontería, pero ya ves, los seres humanos podemos llegar a ser muy tontos. Aún se me sobresalta el corazón cuando lo veo. ¿Que si puedo decirte quién era? Claro que sí, querida, no es ningún secreto.
Ese hombre era mi marido.
¿Que qué me ocurre? Nada, querida. Espera, tengo que sonarme la nariz. ¿Se ha ido ya? Avísame cuando se haya ido.
¿Que está pagando? Dime, ¿cómo es su cartera? Fíjate bien, yo no quiero mirar. ¿Es una cartera marrón, de piel de cocodrilo? ¿Sí? Me alegro.
¿Que por qué me alegro? Porque sí. Yo le regalé esa cartera cuando cumplió los cuarenta. De eso hace ya más de diez años. ¿Que si lo quería? Es una pregunta difícil, querida. Sí, creo que lo quería. ¿Todavía está ahí?
¡Por fin se ha ido! Un momento, voy a empolvarme la nariz. ¿Se nota que he llorado? Sé que es una tontería, pero ya ves, los seres humanos podemos llegar a ser muy tontos. Aún se me sobresalta el corazón cuando lo veo. ¿Que si puedo decirte quién era? Claro que sí, querida, no es ningún secreto.
Ese hombre era mi marido.
Me gustas cuando callas ..., Pablo Neruda
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía;
Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.
Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
martes, 8 de junio de 2010
Escena del balcón "Romeo y Julieta", William Shakespeare
JULIETA
¿Quién dirigió tus pasos a este sitio?
ROMEO
El amor, que me hizo averiguarlo,
me dio consejos, yo le di mis ojos.
Aunque no soy piloto, si estuvieras
tan lejana de mí como las playas
del más lejano mar, te encontraría,
navegando hasta hallar ese tesoro.
JULIETA
Me cubre con su máscara la noche,
de otro modo verías mis mejillas
enrojecer por lo que me has oído.
Cuánto hubiera querido contenerme,
cuánto me gustaría desmentirme,
pero le digo adiós al disimulo.
Dulce Romeo, si me quieres, dímelo
sinceramente, pero si tú piensas
que me ganaste demasiado pronto
frunciré el ceño y te diré que no
y seré cruel para que tú me ruegues,
aunque de otra manera el mundo entero
no podría obligarme a rechazarte.
Bello Montesco, te amo demasiado,
tal vez por ello me hallarás ligera,
pero te daré pruebas, caballero,
de ser más verdadera que otras muchas
que por astucia se demuestran tímidas.
Más reservada hubiera sido, es cierto,
pero yo no sabía que escuchabas
mi pasión verdadera. Ahora, perdóname,
y no atribuyas a liviano amor
lo que te descubrió la oscura noche.
ROMEO
Señora, por la luna que de plata
corona esta arboleda, yo te juro...
JULIETA
No jures por la luna, la inconstante,
que al girar cada mes cambia en su órbita,
no sea que tu amor cambie como ella.
ROMEO
¿Por quién voy a jurar?
JULIETA
No jures y, si lo haces,
jura por ti, por tu gentil persona,
que yo te creeré. Eres un dios
dentro de mi secreta idolatría.
lunes, 7 de junio de 2010
No digáis que agotado su tesoro, Gustavo Adolfo Bécquer
No digáis que agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas; pero siempre
habrá poesía.
Mientras las ondas de la luz al beso
palpiten encendidas,
mientras el sol las desgarradas nubes
de fuego y oro vista,
mientras el aire en su regazo lleve
perfumes y armonías,
mientras haya en el mundo primavera,
¡habrá poesía!
Mientras la humana ciencia no descubra
las fuentes de la vida,
y en el mar o en el cielo haya un abismo
que al cálculo resista,
mientras la humanidad siempre avanzando
no sepa a do camina,
mientras haya un misterio para el hombre,
¡habrá poesía!
Mientras se sienta que se ríe el alma,
sin que los labios rían;
mientras se llore, sin que el llanto acuda
a nublar la pupila;
mientras el corazón y la cabeza
batallando prosigan,
mientras haya esperanzas y recuerdos,
¡habrá poesía!
Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran,
mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira,
mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas,
mientras exista una mujer hermosa,
¡habrá poesía!
domingo, 6 de junio de 2010
Los exiliados de las estadísticas, David Bravo
En una carta al director enviada al diario EL PAÍS, un lector cuenta la misión imposible que para él y su esposa supuso ir a la ópera. El impedimento, en realidad, solo era uno: las dos entradas les costaban 242 euros. Después de lamentarse de que la ópera fuera un espectáculo dirigido a los pocos que pueden pagársela, terminó su carta en un estado de exaltación y furia diciendo: “Y a vosotros, compañeros proletarios de la cultura, sólo un mensaje: ¡Viva la piratería! ¡Viva el top-manta! ¡Piratead, copiad, bajaos de Internet, colaos en los espectáculos, usad las bibliotecas públicas!”.
La piratería es hija de un sistema que ha condenado al hambre cultural a la mayor parte de la población. Esta censura del siglo XXI en la que se ha convertido el precio, es la mayor promotora de la subversión que supone la copia. Cuando los excluidos han conseguido acceder a avances tecnológicos que les daba entrada en un círculo reservado a una élite, el poder económico ha reaccionado con la táctica del miedo, el engaño y el coscorrón.
El beneficio que genera compartir cultura sin limitación es un exiliado en los medios de masas y en las agendas de los gobiernos. Nada o menos que nada importa el hecho de que millones de ciudadanos tengan hoy un acceso a la cultura que hasta ayer solo soñaban. Que se pida que el interés privado no aplaste al interés general o que las empresas se adapten o sometan a esta nueva realidad es un delirio propio de piratas.
La mayoría de los creadores no serían lo que son si no hubiera existido antes lo que ahora llaman piratería. Si vas a casa de cualquier músico verás que guarda como reliquia del pasado una pila de casetes que, en sus tiempos, se multiplicaban de amigo en amigo. Es esa música, esa cultura que se regalaba, la causa de que ellos hoy sepan qué hacer en el estudio de grabación. La única manera de tenerle ganas a la música es escuchándola y no hay mayor inspiración para hacerlo que ver cómo lo hicieron otros. La principal instrucción de muchos músicos de hoy viene, precisamente, de que se saltaron la barrera que construyó el mercado y accedieron a una cultura que les estaba negada. Sería bueno que existieran los encuestados sinceros y pudiéramos saber cuántos autores de los que hoy claman contra la piratería han sido amamantados por ella.
Daniel Samper Pizano explica en el prólogo del libro “Gerardo Masana y la fundación de Les Luthiers” que oyó “por primera vez la música de Les Luthiers a principios de 1975 en Colombia” gracias a una “mano misericordiosa” que le entregó “un casete que alguien copió de cierto casete que alguien había copiado de otro casete que copió, a su vez, un admirador anónimo”. Esa mano misericordiosa de ayer, mano pirata de hoy, fue la que hizo que años después Samper escribiera el libro “Les Luthiers de la L a la S”. Son exiliados de las estadísticas todas las obras que nacen gracias a la misma práctica que algunos dicen que asesina la cultura y ahoga la creación.
No solo la difusión de la cultura multiplica a los que la saben crear sino también a los que la saben disfrutar. Mientras la televisión te condena a pena de aburrimiento perpetuo,las redes P2P han supuesto para millones de personas la burla de un sistema diseñado para desactivar cerebros y homogeneizar personas.
En lugar de aplaudir e intentar mantener ese avance que multiplica el acceso y la diversidad cultural de los ciudadanos, los gobiernos han decidido despreciar y criminalizar a la sociedad a la que deberían representar y proteger. El interés que suscita el acceso a la cultura lo resumió bien una parlamentaria en un debate en La 2 y que dijo que “lamentablemente en España se lee poco, pero lo importante es que no se lea pirata”. En la España en la que la Pantoja y Pocholo son las dos personas más populares del 2003 lo importante no es que los ciudadanos lean, sino que no lean fotocopias.
Pero el derecho al acceso a la cultura no es el derecho al ocio, ni el derecho a disfrutar del tiempo libre. Es mucho más. El crecimiento de cada persona es muy distinto dependiendo de la cultura que come y digiere. Tus aficiones, inquietudes, deseos e ideologías están directamente relacionadas con los libros que lees, las películas que ves y las canciones que escuchas. Lo que está en juego es el derecho al desarrollo de la personalidad. Lo que está en juego es el derecho a ser.
Extracto del libro "Copia este libro" de David Bravo
jueves, 3 de junio de 2010
La mujer del mercader del río, Ezra Pound
Cuando yo todavía llevaba el pelo cortado sobre la frente
jugaba en el portal delantero, recogiendo flores.
Tú viniste con zancos de madera jugando a los caballos,
caminaste junto a mi asiento, jugando con ciruelas azules
y seguimos viviendo en el pueblo de Chokan:
dos niños, sin aversión ni sospecha.
Con catorce años me casé con vos, mi señor.
Nunca me reía porque era tímida.
Bajaba la cabeza y miraba a la pared.
Aunque me llamaran mil veces, nunca volvía la cabeza.
Con quince años dejé de fruncir el ceño,
deseaba que mi polvo se mezclara con el tuyo
para siempre y para siempre y para siempre.
¿Para qué seguir vigilando?
Te fuiste cuando yo tenía dieciséis años,
te fuiste a la lejana Ku-to-yen, junto al río de los remolinos,
y has estado fuera cinco meses.
Los monos hacen un ruido muy triste por ahí arriba.
Cuando te fuiste arrastrabas los pies.
En el portal ahora ha crecido el musgo, musgos distintos,
¡demasiado profundos para limpiarlos!
Los hojas caen pronto este otoño, por culpa del viento.
Las mariposas emparejadas ya amarillean en el agosto
sobre la hierba del jardín del oeste;
me duelen. Me hago vieja.
Si has de venir por los vados del río Kiang,
por favor, házmelo saber de antemano
y yo saldré a recibirte,
iré hasta Cho-fu-sa.
jugaba en el portal delantero, recogiendo flores.
Tú viniste con zancos de madera jugando a los caballos,
caminaste junto a mi asiento, jugando con ciruelas azules
y seguimos viviendo en el pueblo de Chokan:
dos niños, sin aversión ni sospecha.
Con catorce años me casé con vos, mi señor.
Nunca me reía porque era tímida.
Bajaba la cabeza y miraba a la pared.
Aunque me llamaran mil veces, nunca volvía la cabeza.
Con quince años dejé de fruncir el ceño,
deseaba que mi polvo se mezclara con el tuyo
para siempre y para siempre y para siempre.
¿Para qué seguir vigilando?
Te fuiste cuando yo tenía dieciséis años,
te fuiste a la lejana Ku-to-yen, junto al río de los remolinos,
y has estado fuera cinco meses.
Los monos hacen un ruido muy triste por ahí arriba.
Cuando te fuiste arrastrabas los pies.
En el portal ahora ha crecido el musgo, musgos distintos,
¡demasiado profundos para limpiarlos!
Los hojas caen pronto este otoño, por culpa del viento.
Las mariposas emparejadas ya amarillean en el agosto
sobre la hierba del jardín del oeste;
me duelen. Me hago vieja.
Si has de venir por los vados del río Kiang,
por favor, házmelo saber de antemano
y yo saldré a recibirte,
iré hasta Cho-fu-sa.
miércoles, 2 de junio de 2010
Sobre la ancianidad, Herman Hesse (1952)
La edad provecta es una etapa de nuestra vida y, al igual que todas las restantes, posee su rostro propio, una atmósfera y temperatura peculiares, alegrías y miserias propias también. Nosotros, los viejos de cabello blanco, tenemos también nuestra tarea, al igual que nuestros hermanos más jóvenes; una tarea que da sentido a nuestra existencia, y hasta un enfermo de muerte y moribundo, al que apenas puede alcanzar una invocación de este mundo de aquí, tiene su tarea propia y ha de cumplir muchas cosas importantes y necesarias. Ser anciano es una tarea tan hermosa y sagrada como ser joven; aprender a morir y morir realmente es una función tan llena de dignidad y valor como cualquier otra, supuesto que sea cumplida con reverencia ante el sentido y la santidad suprema de toda vida. Un anciano que tan solo aborrece y teme a la vejez, al cabello cano y a la proximidad de la muerte no es digno representante de su edad, como tampoco lo es el hombre joven y robusto que odia su profesión y su trabajo diario y procura zafarse de ellos.
Dicho en pocas palabras: para cumplir debidamente el sentido de la vejez y mostrarse a la altura de su tarea, hay que estar de acuerdo con esta misma vejez y con todo cuanto trae consigo, hay que decirle un sí sin restricciones. Sin este sí, sin la entrega total a lo que la Naturaleza exige de nosotros, perdemos el valor y el sentido de nuestros días - ya seamos viejos o jóvenes - y cometemos una estafa con la vida.
Todos sabemos que la edad anciana comporta múltiples achaques y que a su término se alza la muerte. Año tras año es preciso ofrecer sacrificios y llevar a cabo renuncias. Hay que aprender a desconfiar de los sentidos y las fuerzas propias. El camino que poco tiempo antes no era sino un pequeño y grato paseo, tórnase ahora largo y fatigoso, y llega un día en que ya no podemos recorrerlo más. Hemos de renunciar a los manjares que durante toda nuestra vida hemos comido con gusto y placer. Las alegrías y goces corporales se tornan cada vez más raros y han de ser pagados a precio creciente. Y además, todas las lacras y enfermedades, el debilitamiento de los sentidos, el entumecimiento de los órganos, los incontables dolores, sobre todo en las noche tan frecuentemente largas y asaltadas por el constante temor.... todo esto son cosas imposibles de negar, son la amarga realidad. Pero sería triste y mezquino abandonarse únicamente a este proceso de decadencia y obstinarse en no ver que también la ancianidad tiene sus cosas buenas, sus ventajas, sus fuentes de consuelo y sus alegrías. Cuando se encuentran mutuamente dos ancianos, jamás deberían limitar su diálogo al maldito artritismo, a los miembros entorpecidos y al ahogo producido por la subida de escaleras, no deberían intercambiar tan solo sus dolencias y sus enojos, sino también sus experiencias y recuerdos alegres y consoladores. Que son también muy numerosos.
Cuando traigo a colación de recuerdos estas hermosas y positivas páginas en la vida de los viejos y digo que nosotros, los que tenemos blanco el cabello, conocemos fuentes de vigor, de paciencia y de gozo que en la vida de los jóvenes no juegan papel alguno, no me corresponde hablar de los consuelos de la religión y de la Iglesia. Eso es asunto de los sacerdotes. Pero sí puedo llamar con nombre propio a algunos de los dones con que nos obsequia la vejez. El más preciado para mí de todos estos dones es el tesoro de imágenes que se acumulan en la memoria después de una larga vida y a las cuales se vuelve con interés más vivo y vario que nunca se hizo con anterioridad, según va apagándose en nosotros la actividad juvenil. Figuras y rostros humanos que no pisan ya la tierra desde sesenta o setenta años ha, prosiguen viviendo dentro de nosotros, nos pertenecen como cosa propia, nos prestan compañía, nos miran con ojos que viven todavía. Casas, jardines, ciudades, que en el correr de los años transcurridos han desaparecido o han cambiado por completo, nos contemplan incólumes como antaño, y en nuestros libros de estampas hallamos de nuevo, frescas y llenas de colorido, las lejanas montañas y las largas costas marinas que contemplamos en nuestros viajes decenas de años atrás. La mirada, la observación, la contemplación, tórnase más y más en costumbre y ejercicio adiestrado y el temple de ánimo y el ademán del contemplador penetran imperceptiblemente toda nuestra conducta. Nos sentimos acosados por deseos, ensueños, apetitos y pasiones, como la inmensa mayoría de los hombres, precipitados aquí y allá durante los años y décadas de nuestra existencia, impacientes, expectantes, llenos de tensión, sacudidos vivamente por sensaciones de plenitud o de desencanto..., y hoy, cuando hojeamos cuidadosamente el gran libro ilustrado de nuestra propia vida, nos maravillamos de cuan hermoso y bueno puede ser verse libre de aquel acoso y aquella persecución y haber llegado a la vita contemplativa. Aquí, en este jardín de los ancianos, florecen ciertas flores en cuyo cuidado apenas hemos pensado en años anteriores. En él florece la flor de la paciencia, nobilísima especie que nos hace más resignados y tolerantes, y cuanto menor se torna nuestra apetencia de usurpación y de acción, tanto mayor se vuelve nuestra capacidad para escuchar y contemplar la vida de la Naturaleza y la vida de tos demás hombres, para dejar que pase ante nosotros sin crítica y con creciente asombro ante su infinita variedad, a veces con interés y recóndita compasión, a veces con risa, con viva alegría o con humor. Hace pocos días me hallaba yo en mi jardín ante una fogata que acababa de encender y que alimentaba con ramaje y follaje seco. Y he aquí que llegó .una anciana, cruzando a lo largo del seto de espino; contaría cerca de los ochenta años y al pasar se detuvo y me miró. Yo saludé y entonces ella se echó a reír y dijo "Hace usted muy bien en encender ese fuego. A nuestros años hay que irse acostumbrando poco a poco al infierno." Con estas palabras se inició un diálogo en el cual ambos nos lamentamos mutuamente de todas nuestras dolencias y flaquezas, pero siempre dentro de un tono de broma. Y al final de nuestra conversación ambos hubimos de confesarnos que pese a todo no éramos todavía tan terriblemente viejos, y que ni siquiera podíamos considerarnos como auténticos ancianos mientras viviese en nuestro pueblo la más vieja de todas: la centenaria.
Cuando la gente joven, con la suficiencia de sus fuerzas y su despreocupación, ríe tras de nosotros y encuentra cómicos nuestros escasos cabellos blancos, nuestro andar fatigoso y nuestro escuálido pescuezo, nosotros recordamos que antaño, cuando nos hallábamos en posesión de idéntica fuerza y despreocupación, también sonreímos en casos semejantes y no solo no nos sentimos humillados y vencidos, sino llenos de íntimo gozo por haber podido superar esta etapa de la vida y habernos tornado un tantico más sensatos y más pacientes.
martes, 1 de junio de 2010
Sobre el arte de un escritor, Eduardo Galeano
El mío ha sido un largo camino hacia el desnudamiento de la palabra: desde las primeras tentativas de escribir, cuando era jovencito en una prosa abigarrada, llena de palabras que hoy me dan vergüenza, hasta llegar a un lenguaje que yo quisiera que fuera cada vez más claro, sencillo, y por lo tanto más complejo, porque la sencillez es la hija de una complejidad de creación que no se nota ni tiene que notarse.
Uno siente primero que el trabajo intelectual consiste en hacer complejo lo simple, y después uno descubre que el trabajo intelectual consiste en hacer simple lo complejo. Y un caso de simplificación no es una tarea de embobamiento, no se trata de simplificar para rebajar de nivel intelectual, ni para negar la complejidad de la vida y de la literatura como expresión de la vida. Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia.
Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros pasos.
Siempre me decía: "Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio". Entonces cuando escribo me voy preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir realmente?
Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida.
Inflación palabraria El problema de la inflación monetaria en América Latina es muy grave, pero la inflación palabraria es tan grave como la monetaria o peor; hay un exceso de circulante atroz. Algunos países han tenido éxito en la lucha contra la inflación monetaria pero la inflación palabraria sigue ahí, tan campante. Lo que me gustaría, modestamente, es ayudar un poquito a esa lucha contra la inflación palabraria. O sea, poder ir desnudando el lenguaje. Es el resultado de un gran esfuerzo, y no concluido, porque nace cada vez: a mí me cuesta escribir ahora tanto como cuando tenía 15 ó 16 años y lloraba ante la hoja de papel en blanco porque no podía.
¿Función social?
La literatura tiene siempre una función, aunque no sepa que la tiene, y aunque no quiera tenerla. A mí me hacen gracia los escritores que dicen que la literatura no tiene ninguna función social. A partir del momento que alguien escribe y publica está realizando una función social, porque se publica para otros. Si no, es bastante simple: yo escribo en un sobre y lo mando a mi propia casa, pongo "Cartas de amor a mí mismo" y me emociono al recibirlas. Pero es un círculo masturbatorio (no quiero hablar mal de la masturbación, tiene sus ventajas, pero el amor es mejor porque se conoce gente, como decía el viejo chiste).
Es imposible imaginar una literatura que no cumpla una función social. A veces la cumple, y es jodido, en un sentido adormecedor, a veces es una literatura del fatalismo, de la resignación, que te invita a aceptar la realidad en lugar de cambiarla, pero a veces es una literatura reveladora, reveladora de las mil y una caras escondidas de una realidad que es siempre más deslumbrante de lo que uno suponía. Por otro lado me parece que lo de la literatura social es una redundancia porque toda literatura es social. Muchas veces una buena novela de amor es más reveladora y ayuda más a la gente a saber quién es, de dónde viene y a dónde puede llegar, que una mala novela de huelgas. No comparto el criterio de una literatura política que además, en general, es aburridísima.
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Amistad, Luis
Entre nosotros han pasado años, parejas, olvidos, pero siempre alumbra mis días, y hasta algunas noches, el recuerdo luminoso de aquellas horas de amistad, cariño y sentimientos que se cruzaban entre nosotros.
Nuestros destinos giraban como en un remolino que podía atraparnos o expulsarnos..
Pero fue desvaneciéndose lento con el tiempo, como suele desvanecerse todo.
Siempre las llevaré conmigo...
Nuestros destinos giraban como en un remolino que podía atraparnos o expulsarnos..
Pero fue desvaneciéndose lento con el tiempo, como suele desvanecerse todo.
Siempre las llevaré conmigo...
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