domingo, 11 de julio de 2010

Allá lejos y hace tiempo, Erique Hudson -párrafo-




Aquel era un hombre rudo, de aspecto severo, tupida cabellera plateada y ojos grises. Todo un gaucho en su indumentaria y su primitiva forma de vida. Conservaba un poco de tierra y algunos animales, modesto remanente de la estancia de sus antepasados. Se trataba, empero, de un anciano vigoroso que pasaba medio día a caballo cuidando de los animales que le quedaban, su único capital, de los cuales dependía su sustento.
El día de nuestra charla se hallaba de visita en casa. Había salido al campo y se había acercado al lugar donde yo me encontraba trabajando.
Tomando asiento en un banco, me llamó. Me aproximé muy contento, seguro de que tendría alguna novedad interesante acerca de mi tema favorito, las aves. Sin embargo, se quedó callado largo rato, fumando su cigarro y contemplando el cielo como si observara el humo deshaciéndose en el aire. Finalmente rompió el silencio.
Mire, dijo , usted es apenas un jovencito pero puede explicarme algo que yo ignoro. Sus padres leen libros y todos ustedes escuchan sus conversaciones y aprenden cosas. Nosotros somos católicos, ustedes protestantes. Nosotros decimos que ustedes son herejes y que por lo tanto no tienen salvación. Ahora bien: quiero que me cuente cuál es la diferencia entre nuestra religión y la suya.
Le expliqué el asunto lo mejor que pude y agregué no sin cierta malicia - que la principal diferencia residía en el hecho de que la religión católica era una forma corrompida de Cristianismo y la nuestra una forma pura.
Mis palabras no parecieron producir efecto alguno en mi interlocutor.
Siguió fumando impasible, mirando el cielo, como si no me hubiera oído. Al cabo de un rato, volvió a hablar.
Ahora sé. Estas diferencias carecen de importancia para mí y a pesar de mi curiosidad por conocerlas, veo que no vale la pena seguir hablando de ellas. Estoy convencido de que todas las religiones son falsas.
¿Qué quiere decir? ¿Cómo lo sabe? pregunté sorprendido.
Nuestros sacerdotes dicen respondió - que debemos tener fe y vivir una vida religiosa en este mundo para poder salvarnos. Los de ustedes hacen lo mismo. Y como no existe el mundo y nosotros no tenemos alma, todo lo que dicen resulta una mentira. Todo esto que ve continuó, abriendo los brazos para indicar el mundo visible , lo ve usted con sus ojos. Cuando uno los cierra o se queda ciego ya no puede ver nada. Lo mismo ocurre con el cerebro. Pensamos y recordamos, pero cuando el cerebro se corrompe nos olvidamos de todo. Al morir todos esos recuerdos y pensamientos mueren con nosotros. ¿Acaso no tiene el ganado ojos para ver y cerebros para pensar y recordar? Cuando muere a ningún sacerdote se le ocurre decir que tiene alma y que debe ir al purgatorio o dondequiera que se le antoje enviarlo. Ahora, en retribución a su contestación, le he hecho saber algo que usted no sabía.
Me estremecí al escuchar sus palabras. Hasta ese momento yo había creído que el mal de nuestros amigos, los gauchos, era mostrarse demasiado creyente. Pero este hombre, este viejo gaucho bueno y honesto a quien todos respetábamos, no creía en nada. Traté de discutir con él. Le señalé que había dicho algo terrible. Todo el mundo sabía en su corazón que estaba dotado de un alma inmortal y que había que someterse a juicio después de la muerte.
Me había angustiado y asustado. Sin embargo, seguía fumando tranquilamente, Parecía no prestar mayor atención a lo que yo le decía.
Como insistía en guardar silencio, prorrumpí exclamando:
¿Cómo lo sabe? ¿Por qué afirma con tanta seguridad que sabe la verdad?
Al fin se decidió a hablar.
Escúcheme. Yo también fui un muchachito y sé que un chico de catorce años puede comprender las cosas tan bien como un hombre.
Yo fui hijo único de madre viuda. Yo era todo para ella y ella significaba más para mí que cualquier otro ser en este mundo. Estábamos solos los dos y juntos. No teníamos a nadie más. Ella murió. ¿Cómo podría expresar lo que su pérdida representó en mi vida? ¿Cómo podría usted comprender lo que sentí? Después de que se llevaron su cuerpo y lo enterraron, me dije: "No está muerta. Dondequiera que se encuentre, en el cielo, el purgatorio o en el sol, habrá de acordarse de mí. Vendrá para confortarme". Y cuando oscureció y volví a casa solo, me senté en el fondo a esperarla. Pasaron muchas horas. "Va a venir", me decía, ¿Podré verla o no? Tal vez se presente como un murmullo en mi oído, o sienta el contacto de su mano en la mía. Sea como sea, sabré que está conmigo". Cansado de esperar y esperar en vano me fui a la cama, pensando que seguramente vendría al día siguiente. Y así se sucedieron las noches y los días. A veces, subía yo la escalera que estaba siempre apoyada contra la pared. Una vez en el techo, me ponía a contemplar la llanura y los caballos pastando. Pasaba horas sentado o acostado allí arriba llamándola a gritos. "¡Volvé, mamá! ¡Mamita vení! No puedo vivir sin vos. Volvé prontito, antes de que se me parta el corazón de dolor". Así clamaba cada noche, hasta que agotado por la vigilia regresaba a mi habitación. Nunca volvió y al fin me persuadí de que había muerto y de que nuestra separación sería eterna. No había vida después de la muerte.
Su historia me llegó al corazón. Sin decir una palabra me alejé.
Luego logre convencerme de que la pena que sentía por la muerte de su madre lo había trastornado. Todas esas ideas equivocadas que se habían afincado en su mente durante la niñez no habían sufrido ninguna evolución posterior. Así se habían conservado toda la vida.
Con todo, un par de años más tarde el recuerdo de sus palabras volvía a asaltarme. Fue justamente en ese estado de perturbación que leyendo Physiology de George Combe, di con un pasaje en el que el autor trata el tema de la inmortalidad. Combe sostiene que el deseo de inmortalidad no es universal y para fundamentar su afirmación añade que él mismo jamás había experimentado tal anhelo en toda su vida.

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