Te ofrezco, amable lector, el relato de una época notable de mi vida; confío en que, vista la aplicación que le doy, será no sólo un relato interesante sino también útil e instructivo en grado considerable. Con esa esperanza lo he redactado y esa será mi disculpa por romper la reserva delicada y honorable que, por lo general, nos impide mostrar en público los propios errores y debilidades. Nada en verdad más repugnante a los sentimientos ingleses que el espectáculo de un ser humano que impone a nuestra atención sus úlceras o llagas morales y arranca el «decoroso manto» con que las han cubierto el tiempo o la indulgencia ante las flaquezas humanas; a ello se debe que la mayoría de nuestras confesiones (me refiero a las confesiones espontáneas y extrajudiciales) procedan de gentes de dudosa reputación, picaros o aventureros, y que para encontrar tales actos de gratuita humillación de sí mismo en quienes cabría suponer de acuerdo con el sector decente y respetable de la sociedad tengamos que acudir a la literatura francesa o a esa parte de la alemana contaminada por la sensibilidad espúrea y deficiente de los franceses. Tan firmemente lo creo, tanto me inquieta la posibilidad de que se me reprochen esas tendencias, que durante varios meses he dudado si convenía que ésta o cualquier otra parte de mi narración llegase a ojos del público antes de mi muerte (después de la cual, por muchas razones, se publicará en su integridad), y, si en última instancia he acabado por tomar una decisión, no fue sin antes sopesar ansiosamente los argumentos en pro y en contra de ella.
...y aquí unos párrafos que se resisten al olvido...
Entre las muchas penas que todos encontramos en la vida ésta ha sido mi más honda aflicción.
Si vive no hay duda que a veces nos hemos buscado en el mismo instante a través de los poderosos laberintos de Londres; tal vez hemos estado a pocos pasos uno del otro; ¡no es más ancha la barrera en una calle de Londres y muchas veces equivale a la separación por toda la eternidad!
Durante años tuve esperanza de que viviera y supongo que, en el sentido literal y no retórico de la palabra miríada, puedo decir que en mis distintas visitas a Londres he mirado muchas miríadas de rostros de mujeres con la esperanza de encontrarla. La reconocería entre mil con sólo verla un instante pues, aunque no era hermosa, tenía una expresión de dulzura y un gracioso porte de cabeza que le era propio.
La busqué, he dicho, con esperanza. Así fue durante años pero ahora tendría miedo de verla: y su tos, que me entristeció al separarme de ella, es ahora mi consuelo.
...
Así pues, calle Oxford, ¡madrastra de corazón de piedra! Tú que escuchaste los suspiros de los huérfanos y bebiste las lágrimas de los niños, al cabo fui despedido de tu presencia, llegó por fin el momento en que no volvería a recorrer lleno de angustia tus aceras interminables, en que ya no soñaría ni me despertaría otra vez en el cautiverio de los tormentos del hambre.
Sin duda, Ann y yo tuvimos demasiados sucesores que desde entonces marcharon sobre nuestras huellas, herederos de nuestras calamidades: otros huérfanos que no eran Ann suspiraron, otros niños vertieron lágrimas, y tú, calle Oxford, resonaste desde entonces con los gemidos de innumerables corazones. Pero en mi caso se diría que la tempestad a que sobreviví trajo consigo una promesa de buen tiempo y que con mis sufrimientos prematuros pagué por adelantado el rescate de muchos años por venir y el precio de una larga inmunidad al dolor, y si volví a caminar por la calle de Oxford, solitario, contemplativo, fue casi siempre sereno y con el corazón en calma. Y aunque es cierto que las desgracias de mi noviciado de Londres se arraigaron tan hondamente en mi constitución física que más tarde brotaron y florecieron otra vez, follaje nocivo cuya sombra oscureció mi vida, estos segundos asaltos del sufrimiento encontraron una fortaleza más probada, los recursos de una inteligencia más madura y los paliativos de un afecto compadecido, hondo y tiernísimo.
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