lunes, 5 de julio de 2010

Azteca, Gary Jennings -párrafo-




Mi señor.
Perdóneme, mi señor, de que no conozca su formal y digno tratamiento honorífico, pero confío en no ofender a mi señor. Usted es un hombre y jamás ningún hombre entre todos los hombres que he conocido en mi vida se ha resentido por haber sido llamado señor. Así que, mi señor.
O, Su Ilustrísima, ¿no es así?
Ayyo, un tratamiento todavía más esclarecido, lo que nosotros llamaríamos en estas tierras un ahuaquáhuitl, un árbol de gran sombra. Su Ilustrísima, así lo llamaré entonces.
Estoy muy impresionado, Su Ilustrísima, de que un personaje de tan alta eminencia haya llamado a una persona como yo, para hablar en su presencia.
Ah, no, Su Ilustrísima, no se moleste si le parece que le estoy adulando, Su Ilustrísima. Corre el rumor por toda la ciudad, y también sus servidores aquí presentes me lo han manifestado en una forma llana, de cuan augusto es usted como hombre, Su Ilustrísima, mientras que yo no soy otra cosa más que un trapo gastado, una migaja de lo que fui en otro tiempo. Su Ilustrísima está adornado con ricos atavíos, seguro de su conspicua excelencia, y yo, solamente soy yo.
Sin embargo. Su Ilustrísima desea escuchar lo que fui. Esto, también me ha sido explicado. Su Ilustrísima desea saber lo que era mi gente, esta tierra, nuestras vidas en los años, en las gavillas de años, antes de que le pareciera a la Excelencia de su Rey liberarnos con sus cruciferos y sus ballesteros de nuestra esclavitud, a la que nos habían llevado nuestras costumbres bárbaras.
¿Es esto correcto? Entonces lo que me pide Su Ilustrísima está lejos de ser fácil. ¿Cómo en esta pequeña habitación, proviniendo de mi pequeño intelecto, en el pequeño tiempo de los dioses... de Nuestro Señor, que ha permitido preservar mis caminos y mis días... cómo puedo evocar la inmensidad de lo que era nuestro mundo, la variedad de su pueblo, los sucesos de las gavillas tras gavillas de años?
Piense, Su Ilustrísima; imagíneselo como un árbol de gran sombra. Vea en su mente su inmensidad, sus poderosas ramas y los pájaros que habitan entre ellas; el follaje lozano, la luz del sol a través de él, la frescura que deja caer sobre la casa, sobre una familia; la niña y el niño que éramos mi hermana y yo. ¿Podría Su Ilustrísima comprimir ese árbol de gran sombra dentro de una bellota, como la que una vez el padre de Su Ilustrísima empujó entre las piernas de su madre?
Yya, ayya, he desagradado a Su Ilustrísima y consternado a sus escribanos. Perdóneme, Su Ilustrísima. Debí haber supuesto que la copulación privada de los hombres blancos con sus mujeres blancas debe ser diferente, más delicada, de como yo los he visto copular a la fuerza con nuestras mujeres en público, y seguramente la cristiana copulación de la cual fue producto Su Ilustrísima, debió de haber sido aún mucho más delicada que...
 Sí, sí. Su Ilustrísima, desisto.

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