martes, 25 de mayo de 2010

La Caída (fragmento), Albert Camus


 

Tenía el torso desnudo cubierto de sudor y las manos se paseaban, como tocando el piano, sobre el visible teclado de sus costillas.
Nos declaró que era necesario un nuevo Papa, un Papa que viviera entre los desdichados, en lugar de rezar en un trono, y que cuanto más pronto apareciera, sería mejor.
Nos miraba fijamente, con ojos extraviados y sacudiendo la cabeza. "Sí", repetía. "¡Lo más pronto posible!" Luego se calmó súbitamente y con voz melancólica dijo que había que elegirlo entre nosotros, que había que escoger un hombre completo, con sus defectos y sus virtudes, a quien era menester jurar obediencia, con la única condición de que ese hombre aceptara mantener viva en él y en los demás la comunidad de nuestros sufrimientos. ¿Quién de entre nosotros tiene más debilidades?", preguntó.
Por chancearme, yo levanté el dedo y fui el único que lo hizo: "Bien, Jean-Baptiste servirá."
No, no dijo eso, puesto que entonces yo tenía otro hombre. Por lo menos declaró que designarse como yo lo había hecho suponía la mayor de las virtudes y por eso propuso que me eligieran. Los otros consintieron por juego, aunque así y todo con ciertas trazas de gravedad. Lo cierto es que Duguesclin nos había impresionado. Yo mismo creo que en modo alguno me reía. Me pareció, primero, que mi pequeño profeta tenía razón; y luego el sol, los trabajos agotadores, la lucha por el agua, en fin, que no estábamos del todo en nuestros cabales.
La verdad es que ejercí mi pontificado durante muchas semanas y cada vez con mayor seriedad.
¿En qué consistía mi pontificado? Vaya, yo era una especie de jefe de grupo o de secretario de célula. De todas maneras, los otros, aun aquellos que no tenían fe, tomaron la costumbre de obedecerme. Duguesclin, agonizante, sufría, y yo administraba sus sufrimientos. Entonces me di cuenta de que no era tan fácil como generalmente se cree ser Papa y me acordé de ello aun ayer, después de haberle espetado tantos discursos desdeñosos sobre los jueces, nuestros hermanos.
En aquel campo de prisioneros el gran problema era la distribución de agua. Se habían formado otros grupos, políticos y confesionales, y cada cual favorecía a sus camaradas. Me vi, pues, llevado a favorecer a los míos, lo cual ya era, por cierto, una pequeña concesión. Y aun entre nosotros mismos no pude mantener una igualdad perfecta. Según el estado de mis compañeros o según los trabajos que debían realizar, favorecía a éste o aquél. Y estas distinciones llevan muy lejos, puede usted creerme. Pero, decididamente, estoy cansado y ya no tengo ganas de pensar en aquella época. Digamos que colmé la medida el día en que me bebí el agua de un camarada agonizante. No, no, no era Duguesclin; creo que él ya se había muerto ... Se privaba demasiado.
Además, si él hubiera estado allí, por el amor que le tenía, yo habría resistido durante más tiempo, porque yo lo quería, sí, lo quería. 0 por lo menos, así me lo parece. Pero me bebí el agua; eso es seguro. Porque me persuadí de que los otros tenían necesidad de mí (más necesidad de mi que de quien de todas maneras iba a morirse) y de que debía conservarme para ellos. Es así, querido amigo, bajo el cielo de la muerte, como nacen los imperios y las iglesias.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Primera visita. Me gusta lo que leo. Te perdono a Claudio Coelho.
Un saludo.

Luis dijo...

Blanco.
Confieso que también he leído ese libro de mi compatriota Coelho, y no si cierto disfrute :)
He mirado tu blog que escribes y dibujas tu mismo... interesantes textos. Cada vez voy conociendo blogs nuevos y el tuyo es de los que seguiré.
Saludo amigo.

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